En un instante se
removió el pasado. Con tan solo una
mirada al grupo de personas que subían al ómnibus, lo reconocí y capté lo que aún no había cambiado de él. El mismo tono de
cabello, aunque ahora, entrecano. Los mismos ojos, la boca. Igual que hace
treinta y tantos años. El tiempo le había favorecido dándole un aire
interesante. Al verlo no tuve dudas. Ese rostro, más ajado, era el mismo, con
la misma piel delicada y suave. Seguía usando esa barba que tanto me gustaba.
Lo vi y un calor subió a mis venas. El corazón
comenzó a latir con fuerza. Desvié la mirada. Hubiera querido ser invisible en ese instante. Rogaba en silencio que no me viera. No lo pude evitar, se detuvo casi enfrente. Yo miraba obstinadamente por la ventanilla
sin querer volver la mirada, pero sentía sus ojos clavados en mi rostro.
Ahora no entiendo cómo viví tantos años sin verlo. ¿Dónde
estaba mi sangre, esta que ahora corre ardiente en mis arterias? Mi cuerpo todo
recuerda al instante, el calor de esos labios, el tacto de sus manos quemantes
en la caricia amorosa. Su perfume, el roce de su barba tan suave en mi mejilla. ¿Cómo
pude acallar todo en mi mente y vivir sin ello? Fueron más de treinta años
pensando que lo había superado, que había olvidado. Y de pronto compruebo que
todo está ahí tan vivo como entonces. Ya no soy la misma y sin embargo lo soy. Siento lo mismo, tan intenso como
antes. Pasan los minutos y decido descender. Sin levantar la vista al ponerme de
pie, paso delante de él dirigiéndome a la puerta. Siento sus ojos en la nuca y
lucho con el deseo de mirarlo. No y no, me digo. Ya no.
Descendí del ómnibus unas paradas antes. Me dispuse a dar una caminata con el fin de calmar ese
bullicio que ahora inundaba mi cabeza y mi corazón. Respiré profundo y
caminé despacio. Pasé delante de una plaza muy enjardinada, sin un rumbo
determinado, solo trataba de aquietar los pensamientos y
tranquilizar mis nervios.
— ¡Hola!
¡No! ¡Me había seguido! Era ésta casi la misma escena de hace treinta y tantos años, con la diferencia que en aquel entonces estaba lloviendo y hablábamos por primera vez, mientras caminábamos bajo el mismo paraguas.
Ajustó su paso al mío y mirándome algo inclinado, ladeando la cabeza dijo:
—¿Ya no te acuerdas de mi?
— Hola. No… Fingí no reconocerlo. Entonces lo miré a la cara y respondí: ¡Ah! creo que te conozco de algún lado.
— De hace treinta y cuatro años, en Suárez. Soy… Mauricio
— Sí. Claro. ¿Cómo estás?
— Mejor que nunca ahora que te veo. Estás igual. No has cambiado.
—No. Los años han pasado y no han pasado en vano.
—Te han favorecido.
— Tú también estás igual. Ahora, conversando te reconozco. Sí, con unos años más… pero… igual.
Hubiera querido decir: tan hermoso
como entonces y provocas en mí la misma emoción. Sin embargo, sólo dije:
— Sí, estás igual.
La vida me había enseñado a esconder mis emociones. Aprendí a decir: Estoy bien, aunque no lo estuviera.
Para qué mostrar el dolor a los demás. Nadie podría solucionar mis penas. Así
que lo mejor es no mostrarlas.
Comenzamos a caminar y a conversar, al principio con frases
insulsas y cortadas que llevaban a respuestas de monosílabos, como: sí,
no, ok, aja,
Los minutos transcurrieron, hasta que me tomó por
el codo haciéndome girar para mirarme a los ojos, frente a frente. Otra vez, la escena se repite, casi como hace treinta y cuatro años.
— No te he olvidado. No sé cómo viví todo este tiempo sin
vos. – Yo pensaba lo mismo pero tuve mucho cuidado de no decirlo. Había sufrido demasiado. Ahora quería prolongar esta felicidad increíble que sentía.
Los recuerdos a veces hacen daño. Ese recurso de la mente
que nos lleva a revivir una y otra vez todos nuestros actos que nos emocionan
y nos amargan al mismo tiempo, se estaba regocijando nuevamente, jugueteando en
mi pecho a punto de estallar y saltando en el brillo de sus ojos y en el
temblor de su mano. Todo estaba allí otra vez. Sentí su mano en mi brazo y fue
como si hubiera retrocedido treinta y cuatro años. Allí estábamos los dos con
veinte y poquitos años, plenos de juventud, hermosos, con nuestra piel lozana y
fresca, el rostro dulce, sin las amarguras que dejaron, sin duda, sus huellas
en la comisura de los labios y alrededor de los ojos. Estos ojos que tanto
habían llorado en aquella época. De pronto comprendí que la vida se encargó
de alejarnos, y nos fue dando experiencias diversas, algunas muy buenas y
otras muy dolorosas, las que fueron marcando nuestra conducta. Hoy cargamos ese
bagaje, nos vemos distintos y no obstante somos los mismos. ¿Cuál será el
propósito de este encuentro? Ya ninguno de los dos puede desandar el camino.
Imposible volver al pasado. Nuestros
caminos se habían separado por tanto tiempo,
que no entendía cuál era la finalidad, o por qué ahora nuestros pasos se
cruzaron. Sin duda, esto era una prueba. Me sentí como en una gran encrucijada. Él me tenía sujeta por el brazo y miraba profundamente en el fondo de mis ojos.
Nos quedamos así. Callados. Solo nos mirábamos. Fue como si el mundo se hubiera detenido.
Se inclinó de pronto, buscando un beso. Estuvo tan cerca. Seguía usando el mismo perfume. Ahora llevaba la barba un poco más corta. Esa barba casi rojiza que tanto me gustaba. Sobre el mentón estaba totalmente blanca. Tuve miedo y me
retiré. No me atreví. En lo profundo de mi corazón sabía que si volvía a sentir
la caricia de sus labios en los míos, ya no podría parar.
Y no quería revivir el pasado. Mejor así. Él formaba parte de una época que se fue, y de una historia que había dejado muy atrás. Al menos, eso pretendía.
Todo había
comenzado treinta y tantos años antes, alterando la rutina de una chica simple
que sin cuestionar mucho su existencia, transcurría de forma insulsa por esta
vida “sin pena ni gloria”.