VER

martes, 18 de octubre de 2022

La valija (un sueño)

 


Soñé con una valija vieja y polvorienta, grande, muy llena (panzona). Estaba en medio de un desván vacío. El sol entraba a raudales desde un tragaluz oblicuo. En medio de la luz, la valija, parada en forma vertical y mostrando hacia mí, un lateral, una de las caras más angostas del prisma que formaba.

Enseguida la abrimos. Como un libro, cayeron ambas tapas hacia cada lado. Una nube de polvo o ceniza se dispersó en el aire. En apenas unos segundos, aún antes de salir de la sorpresa que esto nos causó, el polvo se aquietó dejando ver en el fondo de la maleta, un pequeño atado de papeles envueltos en nylon transparente, sujeto con una cinta o piola descolorida.

Quedé estupefacta. Al mismo tiempo, algo defraudada en mis expectativas ante aquella valija que parecía tan llena. Quizás esperaba encontrar allí muchas cosas, no sé qué, ni importa, pero mucha cantidad de lo que fuera; era grande y se veía como si estuviera repleta. No obstante, lo que llenaba esa maleta, casi no era nada, no tenía gran contenido. Solo ese atado de cartas, o documentos, quizás fotos, unos poemas. Nunca lo sabré.

A veces la vida es como esta valija llena de nada, donde tal vez lo valioso sean pequeños tesoros: una carta de amor, una canción, un dibujo, un poema, un pétalo de rosa, una fotografía.

 Ivalopano

 

 

 

viernes, 14 de octubre de 2022

Una historia sin final (VI)

 CAPITULO VI



Caminaban en silencio por la playa. Era la misma que los vio amarse en plena juventud. Hoy son casi ancianos. Volvían a hablar de aquél día después de 40 años. Ahí estaban, con sus figuras pesadas, algo encorvados, de la mano, como dos adolescentes.

—Siempre te voy a querer —dijo Andrés, de pronto.

—Yo también. —respondió Mónica.

Se quedaron en silencio, mirando a lo lejos. Habían esperado 40 años para decir que se querían. Otra vez resignaban su amor. Ambos tenían vidas diferentes. Habían formado cada cual, su familia; habían criado sus hijos y eran abuelos. Ya no podían cambiar las cosas, o no estaban dispuestos a cambiarlas, para no dañar a los demás. 

—He vivido toda la vida con un vacío sin llenar —dijo de pronto él. —Sandra no lo entiende. No comprende por qué no me siento feliz. Lee mis novelas, revisa mis cuadros, para descubrir de quién estoy enamorado. Me lo ha dicho. Se pone celosa de las protagonistas de todas mis novelas, que por supuesto, no se parecen a ella. Me lo ha planteado y le he dicho que lo que escribo es una novela, no una crónica de la vida real. No valora lo que hago. A pesar de que mis libros se leen y se venden muy bien, al igual que las pinturas, y han tenido buenas críticas, ella busca similitud con la realidad y se queda desconfiada, busca en mis personajes, una respuesta. No tiene motivos para quejarse, no le he fallado en nada. Trabajo arduo, pero no lo ve, solo se queja, siempre está desconforme.

—Supongo que algo de culpa tendrás allí. Quizás te enfocas demasiado en el trabajo y no le prestas atención.

—Trabajo mucho, sí, pero la trato bien, hemos criado nuestros hijos, me he portado bien, la he respetado.

—Pero ella siente que no te tiene, que no le perteneces de forma total.

—No puede tener celos de una novela o de una pintura, es una actitud infantil.

Se produce un silencio largo que luego de un rato, rompe Andrés.

—¿Y tú, qué has hecho?

—Yo… también he vivido con un vacío sin llenar, que por lo visto quedará así. He criado a mis hijos, también he trabajado sin descanso. Mi matrimonio terminó hace más de 10 años, pero recién hace un año me divorcié. El desgaste de los años o la pérdida del amor, no sé, fue lo que al final, me animó a terminar con eso. En mi caso, Augusto, no participaba en nada de lo que yo hacía, ni para criticarlo. Indiferencia total. No me acompañaba ni a la presentación de alguna novela. En cada evento estuve sin él. Mis hijos, en cambio, no se perdían uno. Nunca leyó nada de lo que yo escribí, no tiene idea de lo que dicen mis libros. Eso es muy feo y duele. 

Caminaban en silencio, inmerso cada uno en sus pensamientos. En un momento Andrés se detuvo y mirándola a los ojos dijo:

          —Me he dado cuenta que todo lo que he hecho ha sido un error. Todo lo he hecho mal. Me he equivocado en todo, he elegido mal en la vida —dijo muy serio.

          —Yo, en cambio, creo que no hay errores. Nada de lo que hacemos, carece de sentido. Todas las opciones que tenemos y las elecciones que hacemos, es lo que teníamos que hacer y estuvo bien así. A veces creemos que nos hemos equivocado, pero con el correr del tiempo, comprendemos que fue lo mejor que pudimos hacer y que fue para bien —dijo Mónica.  —Andrés, no dijo nada y se quedó mirándola con una sonrisa triste en su rostro. 

Caminaron un rato más en silencio y se detuvieron frente al mar. Los dos miraban al horizonte tomados de la mano, descalzos. De pronto, Andrés giró y se puso delante de ella, tiró de su mano y la atrajo en un solo movimiento. La envolvió en un abrazo muy apretado y la besó en los labios. Aquel beso que trataba de revivir los momentos de la juventud, se estaba produciendo ahí, en la misma playa. Sus labios se unieron con una sincronicidad absoluta. Mónica sintió que el tiempo no había pasado entre ellos, solo había hecho una larga pausa.

Las olas mojaban sus pies al llegar a la orilla y la arena se diluía debajo de ellos, obligándolos a corregir la postura en un acto reflejo, cada vez que sus pies se hundían en la arena.


(FIN)

Ivalopano

miércoles, 12 de octubre de 2022

Una historia sin final (V)

 CAPITULO V

El broche de nácar.



Han pasado los años. Los chicos ya son mayores y viven solos en la ciudad.

Sandra habla con su psicoterapeuta.

—Hace unos días, al volver a casa, luego de hacer unas compras, escuché voces y risas en el taller. Sabía que Andrés estaba pintando, pero me sorprendió que no estuviera solo. Es más, pensé que serían los chicos que habrían venido de visitaNo eran ellos. Era Mónica, su amiga de toda la vida. Cuando entré al taller, ambos observaban de cerca el lienzo que estaba en el caballete y hablaban con entusiasmo sobre alguna técnica. Desde la puerta los veía de espaldas, ella tenía el pelo recogido en una media cola con un broche de nácar con forma de mariposa; cada uno con un pincel en la mano señalaba el borde superior derecho del trabajo. Andrés explicaba y Mónica hacía movimientos sin tocar el lienzo. Entendí que allí había algo muy profundo, había una comprensión, una sintonía especial. No me oyeron entrar. Intenté hablar por encima del entusiasmo de ambos y justo en ese momento, ellos estallaron en risas y se confundieron en un abrazo apretado. Andrés levantó la vista, me vio. Se apresuró a soltar a Mónica y a presentármela, un poco tenso. Ella saludó con afecto, como si me conociera de mucho tiempo; me sorprendió porque no esperaba un saludo tan cálido. Traté de mostrarme amable, esforzándome por ser atenta y demostrar interés en la conversación. Es una mujer de aspecto muy seguro, aparenta tener unos sesenta años o más. Se ve arreglada, viste con buen gusto y es de trato alegre y ameno. Más tarde le mostré el jardín, el pequeño invernadero y conversamos largo rato sobre plantas y flores. Por momentos pensaba que la conocía de antes. De pronto ella miró el reloj y dijo que se tenía que ir. Andrés insistía para que se quedara a almorzar, pero ella declinó, y prometió que lo haría otro día. Al despedirse abrazó a Andrés como supongo que lo haría en sus épocas de adolescentes. El respondió con la misma efusividad, sin preocuparse de que yo lo observaba. Mónica se despidió de mí, también con un abrazo muy afectuoso, y me invitó a su casa.

—Tienes que ir un día de estos, a mi casa. —Dijo. —Verás las flores que cultivo, te van a encantar y puedes traer las que quieras para plantar aquí.

Agradecí, con sinceridad. Estaba, en cierta forma, cautivada por esa mujer. Es más, hasta por momentos me sentí mal, por tener pensamientos de desconfianza hacia ella. Es una buena amiga de toda la vida, me dije. Pero, aun así, me pone mal ver esa complicidad con Andrés, que yo, con tantos años de matrimonio, no he logrado. Cuando lo veo pintar, me parece un extraño, no conozco esa persona, siento que es alguien distinto y lejano. Es una sensación muy rara, porque desde que lo conocí, hace ya cuarenta años, lo he visto pintar casi a diario. Sé que me dirás que ya hemos trabajado sobre el tema de los celos. Lo entiendo. Los celos son sin fundamentos, se basan y crecen en lo que suponemos y no en lo que es la realidad. Lo sé. Pero no puedo dejar de sentirlo. De manera intelectual, lo comprendo, pero la emoción dice lo contrario. Bueno. El caso es que ahora, Mónica vive cerca, alquiló un pequeño apartamento a unos dos kilómetros de nuestra casa y la encontrarnos con frecuencia en el supermercado, o viene con un bosquejo para discutirlo con Andrés. Cada vez que ha venido a casa, trae algo para mí. Una vez, una planta, otra vez una mermelada casera, otro día un pequeño mantel pintado a mano. En fin, me demuestra empatía. Y me quedo “fuera de lugar”, porque no puedo corresponder con la misma amabilidad. Conversamos de cualquier cosa durante un rato, pero, como ella viene para hablar con Andrés, la dejo en el taller y me retiro. Es decir, me quedo un rato, miro lo que hacen, pero son temas que ellos entienden y yo no, por lo que opto por retirarme.

—Sandra —dice la psicóloga —en todos estos años Andrés no te ha dado motivos para creer que te pueda ser infiel. ¿Comprendes que esos fantasmas están sólo en tu imaginación? Hemos hablado muchas veces cómo actúan los celos en una relación de pareja. Lo hemos trabajado, sabes que te hacen ver las cosas más inverosímiles, como reales.

—Sí, lo sé. Necesitaba contarte lo que me pasa con Mónica. La observo y no encuentro nada que me haga pensar que entre ellos haya algo pecaminoso. Pero no puedo confiar en ella. A veces pienso que es mi intuición la que me advierte y me alerta. Y otras tantas, yo misma me recrimino por no poder alejar esos fantasmas de mi cabeza.

Luego de la sesión con la psicóloga, Sandra vuelve a su casa, a pie. A pesar que la consulta está a más de tres kilómetros, es una forma de distenderse y pensar en el asunto,  más tranquila. No obstante, se da cuenta que, de manera casi inconsciente, busca el parecido de Mónica con las mujeres de los cuadros que ha pintado Andrés y no puede asociar ningún rasgo parecido. Mientras camina, logra calmarse y asimilar los consejos de la psicóloga. De pronto, surge en su memoria, el broche de Mónica. Ese peinado con ese broche, lo ha visto en alguno de sus cuadros, y una mariposa en varias de sus pinturas aparece de una forma u otra. 

Ya en la casa, están sus hijos que acaban de llegar y charlan alegres con su padre. Esto hace que no vuelva a pensar en el tema. El resto de la tarde transcurre en un ambiente alegre y distendido.


martes, 11 de octubre de 2022

Una historia sin final (IV)

 CAPITULO IV 

El acercamiento.


Hasta que dejaron de verse, ambos leían los poemas o cuentos del otro. Luego, los años pasaron y cada uno, en su momento, comenzó a publicar y a ser muy leído. Otra coincidencia muy curiosa, lo hicieron con seudónimo y colocaron en lugar de una fotografía propia, la foto de uno de sus cuadros.

La primera vez que Mónica compró un libro de ese “autor”, le llamó la atención la fotografía. La imagen le era familiar. A Andrés le pasó casi lo mismo. Pensó que esa “escritora” decía las cosas de una manera muy parecida a Mónica. Pero ninguno de los dos sospechó siquiera quién se ocultaba tras ese seudónimo.

Pasaban los años y se encontraban de forma esporádica, en alguna reunión de fin de año. En cada encuentro, solo intercambiaban miradas furtivas que les permitía entender que ambos recordaban aquél lejano día en su juventud. No habían tenido la oportunidad de hablar de ello. En esas reuniones los temas eran generales y en grupo. Pero todas las veces, en cada encuentro se abrazaban muy fuerte y se miraban a los ojos. Nada más.

Por eso, se mostraron tan felices cuando la misma vida les dio la oportunidad de estar solos y hablar de sus cosas, de sus vidas, de sus familias y, por fin, de aquél día de playa tan lejano ya.

Uno de los tíos de Mónica, ha tenido un grave accidente de moto. Esto lo lleva al Sanatorio por varios días, en estado delicado. Andrés lo conoce desde la niñez. Este hombre es quien le regaló su primer caballete para pintar y sus primeros pinceles, cuando era un adolescente. Mantuvo siempre un contacto de amistad y afecto con él.

Coincidieron en el ascensor del sanatorio. Hacía varios años que no se veían. Allí iniciaron una charla sobre cosas triviales. Estuvieron con el enfermo un rato. Terminada la hora de visita, Andrés la invitó a tomar un café.

          —Vamos —dijo. —Tenemos tanto de qué hablar; hace años que no te veo.

          —Es cierto, yo me dejo atrapar por la rutina, el trabajo, la casa, y no me doy cuenta cómo pasa el tiempo.

Estuvieron largo rato y hablaron de sus cosas. En un momento ella miró el reloj, Andrés tomó sus manos sobre la mesa, sorprendiéndola.

          —No he olvidado aquél día en la playa, hace cuarenta años.

La tomó de sorpresa. No creía que él hablaría de aquello.

          —He conservado ese recuerdo muy profundo, en mi corazón, como algo muy hermoso —dijo él, de un tirón, como si hubiera esperado esa oportunidad y ahora era el momento.

          —¡Oh, qué bueno que lo dices. Siempre pensé que eso habría sido para ti una aventura sin importancia, —dijo ella, con un temblor en la voz.

          —No. Fue algo muy, muy lindo y lo llevo conmigo en un buen lugar, —respondió Andrés. Ella tuvo la impresión de que él tomó este momento como la oportunidad que había esperado en vano tantas veces en cada ocasión en que se encontraban o se veían por unos minutos, sin poder tener una charla en privado. Ahora no estaba dispuesto a perderla. Salieron y caminaron unos minutos hasta un parque. Allí, se sentaron y continuaron la charla. Ambos descubrieron que leían a cierto autor. Comentaron algunos de esos libros y de pronto estallaron en risas. Ninguno sabía el motivo de la risa del otro hasta que ambos dijeron quién era ese autor.

          —Es increíble. Las señales que existen en la vida y no las vemos. —Dijo Mónica. —Cada vez que leía uno de tus libros, me decía: “me encanta este autor…” y al mismo tiempo pensaba: este tipo, hizo lo mismo que yo, al poner la foto. —Y rieron abrazados un buen rato. Parecían los adolescentes de hace tantos años.

Antes de separarse Andrés le explicó dónde vivía actualmente y la invitó para que viera su taller.

Si te cuento dónde estoy viviendo, no lo vas a creer, le dijo.

— Sí, cuéntame.

— Cuando llegamos a Uruguay, en primer momento alquilamos un apartamento en Montevideo. Después empezamos a buscar un buen lugar. Ambos, queríamos cerca de la playa y con fondo para los niños. Luego de ver varios avisos en diferentes inmobiliarias, encontramos una casa que nos pareció amplia, con buen espacio al fondo, a media cuadra de la playa y a muy buen precio. Una tarde fuimos a verla y ambos dijimos: "es esta." No buscamos más y cerramos el trato enseguida. A los pocos días nos mudamos. El primer día que amanecimos en la casa nueva, me levanté temprano y salí para caminar por la playa. No lo podía creer!

— ¿Qué? — dijo Mónica.

— Era la misma playa. "Nuestra playa". El mismo lugar. ¡Estaba bajando a la playa por la misma calle que habíamos bajado nosotros hacía casi cuarenta años! ¡Estaba en el mismo lugar!

— ¡Increíble! — exclamó Mónica. — Es asombroso las cosas que tiene la vida. Todo el tiempo estamos rodeados de señales que no vemos o no interpretamos. Ahora tengo gran curiosidad por conocer tu casa.

— Bueno, ya sabes ahora dónde vivo. Cuando quieras pasa un rato, tengo montones de cuadros nuevos. En algún momento haré una exposición y espero que vengas y me ayudes a organizarlo como hacíamos cuando éramos chicos.

— Claro que sí. Cualquier día voy un rato y ya nos pondremos al día. Me encantó poder charlar tranquilamente después de tanto tiempo.

Se despidieron con un abrazo interminable, como lo hacían siempre. Esta sensación de reencuentro, de volver a tener esa afinidad, era algo muy parecido a la felicidad.



lunes, 10 de octubre de 2022

Una historia sin final (III)

 CAPITULO III

Una visita inesperada. A poco tiempo del regreso


Para Andrés y su familia, regresar fue muy fácil. Llegaron a Uruguay en pleno invierno, a mediados de julio. En Holanda empezaron las vacaciones de verano. Tal como lo habían planeado desde el primer momento, en cuanto empezaron las vacaciones, empacaron sus cosas y partieron. La alegría de los niños era indescriptible. Ya sabían muchas cosas de Uruguay a través del relato de sus padres, por lo que la curiosidad por ver todas esas maravillas que ellos contaban, los llenaba de entusiasmo. Ya habían alquilado un apartamento en Montevideo para el primer momento. Luego buscarían con calma un buen lugar para comprar una casa. En el aeropuerto los esperaban los padres de Andrés y de Sandra. Se dirigieron en primer momento a la casa de los padres de Sandra que contaba con mucho espacio y grandes patios para los niños jugar. Se quedarían unos días con ellos para que los abuelos disfrutaran también de sus nietos, antes de ubicarse en el apartamento de Montevideo.

Andrés se puso en contacto enseguida con sus antiguos compañeros, quienes organizaron un asado en casa de Carlos, otro de los amigos de toda la vida, quien a su vez es hermano de Mónica. Ella fue un amor secreto de su juventud. Amiga de todas las horas, compañera de lecturas y con quien compartía horas de pinturas y charlas interminables, hasta antes de irse del país. Ahí, en esa reunión de amigos, ya le ofrecieron trabajar en una empresa en la que trabajaba Carlos y dos de los otros muchachos. Según ellos, faltaban choferes. Andrés ya se había desempeñado como Chofer en la misma empresa antes de irse, así que fue muy fácil reinsertarse al trabajo.

Habían pasado algunos meses desde que empezó en la empresa. En uno de los viajes lo enviaron a La Ciudad de la Costa. Cuando entró en la zona, tuvo la necesidad de verla.

Y apareció en su puerta como la cosa más natural.

Hacía muchos años que no se veían. Mónica sabía algo de él, por lo que su madre le contaba en sus conversaciones. Pero no sabía que había regresado.

Andrés aparece en la casa de Mónica con cualquier excusa. No importa “iba de paso y llegué a saludar”. Apenas unos minutos, dice que no puede detenerse mucho, que lo esperan, que está trabajando.

—¿Estás trabajando?  —pregunta Mónica. —¿Volviste al país?  

—Sí. Ya hace unos meses que nos vinimos. Antes de que los chicos sean adolescentes, que es una edad en la que es más difícil separarlos de sus amigos y sus estudios. Llega un momento que a pesar de que se vive bien, la nostalgia te carcome el alma y tienes que regresar antes que te enfermes.

Es un momento precioso para los dos. Se abrazan con el cariño de siempre. Se miran a los ojos un instante y ambos saben que no olvidaron. Esos pocos minutos son suficientes para reactivar la emoción en su corazón. Fue una visita muy breve. Andrés se va con una tibieza muy agradable en el pecho. Siente que sigue vivo, que es capaz de experimentar ese cosquilleo en el estómago. ¡Ah, cómo le gusta esa mujer! No ha podido olvidarla. Recurre a este recuerdo que ha tratado de guardar con lujo de detalles en su memoria, cada vez que queda solo y en silencio. Rememora cada detalle, podría decir qué tenía puesto, cómo eran sus zapatos, sus manos, su peinado, su ropa, su perfume. Grabó todo para poder utilizarlo en su soledad, como un verdadero bálsamo que calmará su angustia.

Regresa a la casa a la hora acostumbrada. Pero hoy se siente feliz, entra sonriente. Saluda a sus hijos y le da un beso en la boca a Sandra.

—Hola —dice, con una sonrisa.

—Hola. — Responde ella —¿Qué ha pasado?

—¿Por qué?

—Te ves muy contento.

—Nada. Lo mismo de todos los días. ¿Qué has hecho de rico? —Se apura a cambiar de tema.

Ella, se alegra al verlo contento y no indaga más.

Esta alegría le mantendrá inspirado por varios días. Trabaja en una novela que no avanza casi. Sandra observa el detalle cada vez que entra al taller a limpiar. Este lugar, se parece mucho al que tenía en Holanda. Es, tanto taller para sus pinturas, como el lugar para el escritorio y biblioteca. Allí también escribe. Andrés acostumbra a imprimir cada vez que termina un capítulo. Así que ella puede ver que no ha avanzado. Al menos no hay nada nuevo sobre la mesa. Antes, no utilizaba computadora, y era más fácil fisgonear en sus temas. Ahora tiene que esperar que haya algo impreso, para espiar en su novela. Su actitud frente a este trabajo artístico de Andrés, es así, escudriña en secreto. Quiere descubrir algo que él oculte, y cada vez, se ve defraudada, no encuentra nada raro, salvo que las historias son fantasía, no hay nada que se parezca a ella o algún hecho que se parezca a su vida real.

La cena se realiza en un ambiente distendido. Los chicos se retiran antes y quedan ellos solos en la mesa. Durante un rato, la charla transcurre sobre temas domésticos, sin importancia. Al final, la conversación languidece y Andrés se levanta, ayuda a recoger la mesa.

—Voy a trabajar un rato en mis cosas —dice, y se retira al taller. Hoy continuará con su novela, se siente inspirado.

 Sandra lo ve entrar en ese lugar, y sabe que estará horas sumergido en sus cosas. Otra vez tiene esa sensación extraña que no puede definir. Es como si lo perdiera cada vez que él entra allí. Ella siente que en ese lugar, él está con alguien; sabe que es un fantasma, es un ser invisible que se lo roba cada vez que él pinta o escribe, incluso cuando lee o escucha música. Se aleja a otros mundos desconocidos para ella, en los que siente que no tiene lugar. Se mantiene con esa sensación mientras él permanece allí. Al fin, emerge a la realidad, abre aquella puerta y sale. Se ve tan tranquilo. Es el mismo, no ha cambiado, pero ella lo observa y trata de ver algún indicio, algo diferente en él. Sabe que mientras está allí, no está con ella, es un desconocido, es como si lo perdiera. Siente que no puede competir con las heroínas de sus novelas o las mujeres de sus cuadros y también intuye que no es ella quien inspira sus poemas de amor.

sábado, 8 de octubre de 2022

Una historia sin final (II)

 CAPITULO II

 En la casita de la playa.



Mónica ha ido en cada oportunidad que ha podido, hasta la casita de la playa. Cada vez que tiene una novela en manos, busca un momento de recogimiento y silencio. Con cuatro niños correteando que van y vienen por la casa en un movimiento continuo, es imposible tener un momento de concentración para poder escribir. Por eso, mientras ellos permanecen en la playa con su hermana, puede estar tranquila. Sabe que con Ana están mejor que con ella misma. Los cuatro quieren y respetan mucho a la tía. No le hacen travesuras y menos en el agua. Ana no les perdona, a la mínima desobediencia, "se termina la playa, vuelven a la casa y no hay más juegos. Ana sabe que Mónica está escribiendo y se ofrece a llevarlos a jugar un rato. Es un lugar precioso con la playa allí nomás. Puede verlos desde la ventana. Ana busca un lugar tranquilo, lejos de las rocas, donde puedan jugar sin riesgos. También están allí sus dos hijos, con edades muy similares a los suyos. Se llevan a las mil maravillas y se divierten. Se pierde en sus pensamientos mirando aquella playa. Hace tantos años, en su adolescencia venía con Andrés a este lugar, pasaban horas pintando o leyendo sus borradores, intercambiando ideas y definiendo personajes. Estuvo muy enamorada de él, pero nunca se lo dijo. Todavía recuerda su despedida en el aeropuerto cuando él viajó hacia Holanda, por trabajo. No pensó que se quedaría a vivir, que se casaría allá. Fue muy duro comprender que no la amaba como ella a él. Y como cada vez que piensa en Andrés, no puede evitar recordar aquella tarde. Hacía unos años que no se veían y él vino de visita para fin de año. Pasaron las fiestas juntos, en familia. Pero lo que se ha quedado a fuego en su recuerdo es aquella tarde en esa playa. Allí se amaron por única vez. Esa tarde cada uno supo cómo se sentían las manos del otro sobre su piel, cómo sabían sus besos, miles, muchos, muchos. No se dijeron “te amo”. No era necesario. Ella lo amó desde la adolescencia y pensó que él sentía lo mismo. Por eso, al enterarse que se casó en Holanda después de aquel viaje a Uruguay, no podía entenderlo. No entendía, hasta el día de hoy, por qué la besó y por qué hizo el amor con ella, si sabía que no volvería y que se casaría allá. Cada vez que recuerda aquel momento íntimo, irrepetible, no puede evitar sentir que fue humillada. Aquella playa, guarda en su paisaje, de alguna manera, la esencia de aquél día. Desde la ventana, mientras mira a sus hijos que juegan con los primos, piensa cómo hubiera sido su vida, si él no se hubiera ido y si hubieran podido amarse, estar juntos hasta hoy. De pronto se retira algo turbada, no debe pensar eso. No tiene sentido. Mira el escritorio. Vuelve al trabajo. Se sienta y relee lo escrito. De pronto, esta historia que cuenta ha perdido sentido. Respira profundo varias veces y se dispone a continuar. Se queda, no obstante, varios minutos estática ante el texto a medio escribir, quizás ordena pensamientos. Pone las manos sobre el teclado, pero permanece inmóvil. La saca de este estado el ruido de las voces y risas de los niños que vuelven. No aprovechó el tiempo que estuvieron en la playa. Se perdió en sus pensamientos y recuerdos. En fin. Algún día plasmará esa historia de amor en una novela. Pero cada vez que lo intenta, la emoción es muy fuerte y comprende que aún no ha tomado distancia del tema como para poder escribir con objetividad. Durante mucho tiempo lo extrañó. Echaba de menos, esos ratos que compartía con Andrés, cuando bajaban por el camino hacia esta misma playa y allí sobre las rocas colocaban sus caballetes y pasaban horas pintando, muchas veces, sin hablar, cada uno inmerso en su bastidor. 
La vida continuó su curso. También se casó, vinieron los hijos y volcó su empeño en sacarlos adelante. Un esfuerzo casi sin el apoyo de su marido. Un tipo indiferente a las necesidades de la casa y la familia. Ella es quien lleva toda la tarea. También se ocupa de lo que concierne a la atención y educación de los hijos. Él no participa en nada. Cada vez que hay que llevarlos al médico, al dentista, es ella quien se ocupa. Muchas son las oportunidades en que Mónica se pregunta por qué sigue casada con él. Y razona que no es malo, es trabajador y lo que gana lo deja en los gastos domésticos. Pero ella no puede contar con él para paseos, salidas de grupo, acompañarlos a la escuela, asistir a las fiestas o actividades escolares. Incluso cuando tuvo la presentación de su primera novela, que para ella fue un acontecimiento importantísimo, tampoco él asistió. Adujo que no entendía de esos temas, que se sentiría fuera de lugar. Otras veces dice que no quiere ir, o que tiene que reunirse con los amigos. Esas reuniones son en el bar. En varias oportunidades ha vuelto de allí, borracho. Ella ha tratado de minimizar la situación ante los hijos que por suerte todavía son pequeños y no prestan atención. En varias oportunidades le ha contado estos hechos a Susana, su amiga, quien le ha dicho que está muy claro que Augusto es alcohólico. Que debería buscar ayuda y tratar de salir de esa situación. Ha mencionado la posibilidad de divorcio. Mónica ha rechazado esa idea porque cree que no es para tanto, que él cambiará. Y en alguna oportunidad ha hablado claro con él, ofreciéndose para acompañarlo para tener alguna consulta médica, en busca de una cura para ese problema que ya se vislumbra. Él dice que no es alcohólico y que toma alguna copa con los amigos, nada más, le quita dramatismo al asunto. Ella respira resignada y se vuelca en su trabajo.

Su hermana, también le ha hablado de la posibilidad de un divorcio.  ¿Nunca pensaste en divorciarte? —dijo un día en que Mónica le contaba lo que pasaba con Augusto. Pero cada vez que lo veía llegar borracho, lo pensaba un instante y de inmediato lo rechazaba, segura de que hablaría con él cuando estuviera sobrio, lo entendería y buscaría ayuda. Cada vez que trató de hablarlo, él le restó importancia y prometía que ya no pasaría.

Sale de estas cavilaciones y empieza a ayudar a Ana que ya se dispone a preparar la mesa. Los niños están jubilosos de estar juntos y tienen tema de conversación para rato. Las hermanas acomodan sus sillas, apretadas entre ellos y la comida transcurre en un ambiente alegre y distendido. Ambas, se han ayudado siempre. Han sido muy unidas. Cada una sabe los problemas y necesidades de la otra. Entre ellas no hay secretos. Luego de la comida, ambas se encargan de recoger la mesa, los niños lavan los platos y guardan. Con ese trabajo en equipo la tarea fue apenas unos minutos. Luego, se van a jugar al patio exterior bajo los árboles. Las hermanas, se sientan a tomar un café.

—¿Pudiste aprovechar un rato para escribir? —preguntó Ana.

—No, casi nada. Es decir, nada. Me puse a mirar por la ventana y “me fui”. Cuando estoy acá recuerdo tanto a Andrés. Creo que sigo amándolo. No he podido olvidarme de él.

—Hace tanto tiempo que pasó aquello que ya deberías haberlo quitado de tu cabeza —dice Ana.

—Si... de mi cabeza, pero de mi corazón no lo he logrado. No he tenido más noticias que las que me ha contado su madre cada vez que nos vemos. Tiene dos hijos y está muy bien en Holanda. Se casó con una chica uruguaya y por lo visto es feliz. Está mal que lo diga, pero eso me da rabia, me da celos. No tiene sentido que diga esto, pero es lo que siento. Ella tuvo más suerte que yo. Logró casarse con él. Yo lo quise toda la vida y él solo me veía como una amiga.

—¿Estás segura que sólo como amiga?   —Dice Ana.  —¿Cómo explicas lo que pasó aquel día en esta playa?

—Muchas veces le he buscado una explicación, pero no lo entiendo. Después de esa visita, enseguida se casó, está claro que ya tenía la novia en Holanda.


viernes, 7 de octubre de 2022

Una historia sin final (I)

 CAPITULO I



Preparando el regreso

            Mientras prepara el lienzo en el caballete, Andrés ya tiene en mente toda la imagen que allí plasmará. En la mesa, muy cerca, al alcance de la mano está todo dispuesto. Un florero de loza y otros recipientes repletos de pinceles de varios tamaños. Frascos y pomos de colores en grandes cantidades. Se respira en el ambiente el olor de las pinturas y barnices. Existe allí una especie de desorden con cierto sentido, aunque esto parezca incoherente. En un rincón, un escritorio con varios libros y cuadernos apilados, sin aparente orden. Una computadora, una impresora en una mesita auxiliar. En una estantería dispuesta en la pared contigua al escritorio, muchos libros bien ordenados y una antigua máquina de escribir mecánica. En el estante más bajo, varias cajas de diferentes tamaños, con etiquetas. Cerca de la ventana abierta de par en par, un sillón con el tapizado bastante viejo y gastado; una lámpara de pie, colocada casi tocando una pequeña mesa redonda con patas largas que tiene encima un enorme libro “gordo” que casi la cubre. Una música suave llena el lugar, invita a la calma. Andrés acerca un taburete alto y se encarama en él con un pincel ancho y chato en una mano y en la otra un gran pomo blanco. Mira absorto un rato el lienzo y de pronto comienza a dar fuertes pinceladas blancas.

Llegó a Holanda hace unos quince años. Trabaja duro en una fábrica donde su amigo de la infancia es encargado de personal. Este fue el primero de sus amigos en emigrar y también, quien lo convenció para que viajara a este país aunque solo fuera para conocer. Tanto le gustó que se quedó a vivir. Unos años más tarde, se casó y tuvo dos hijos. Pero, aun así, no puede evitar ese desasosiego que le invade cada poco tiempo, con una sensación de vacío que no logra explicar. Es un hombre corpulento y alto, de cabellos blancos, a pesar de su juventud. Esto le da aspecto de mayor. Su esposa, Sandra, dice que eso le da una apariencia muy interesante. Y como a ella le gusta ese aspecto de su marido cree que a todas las mujeres que se le acercan por cualquier motivo, también les gusta y se pone muy celosa.

Comienza a cubrir su lienzo con ese color base. Luego de un rato se detiene y permanece varios minutos mirando nada. Cada vez que se pierde en esos pensamientos, vuelve a sentir la necesidad de regresar. Ya hace un tiempo que lo viene pensando. No sabe cómo decirle a Sandra. Piensa que ella no querrá regresar. A pesar de que sus hijos son holandeses, quiere llevarlos a su país, quiere que crezcan en Uruguay. Hay momentos en que no soporta la distancia, la nostalgia. Echa de menos hasta los más insignificantes detalles. Imagina cómo plantear el tema para convencer a Sandra. A su vez, comprende que no debe dejar pasar mucho tiempo. Es necesario hacerlo mientras los niños son pequeños. Después, ya mayores, no querrán irse.

Sandra es una mujer de rasgos delicados, figura pequeña y delgada. Se dirige al taller para avisarle que el almuerzo está listo. Se detiene al verlo absorto ante el caballete. Duda un instante, sabe que puede cortar ese hilo de inspiración que nunca entenderá. En ese momento él se acomoda en el taburete y apoya sus manos en las rodillas. Parece que se va a quedar así para siempre.

—El almuerzo está listo, amor —dice ella sin levantar la voz.

Andrés se vuelve.

—Pasa —dice —estaba pensando en ti.

Esto le encantó. Cada vez que lo ve frente a un lienzo, sabe que no piensa en ella.

—¿En mi...?

—Sí. Ven. Siéntate —dice al tiempo que le indica otro taburete.

—¿Pasa algo, amor? Te veo preocupado.

—Lo estoy. Pero no me pasa nada. Es que hace tiempo que quiero hablar algo contigo, pero no sé cómo lo vas a tomar.

—Dime. No me asustes.

—No es para asustarse. Es que... verás... Estoy pensando en volver a Uruguay. ¿Qué te parece a ti?

—¿Qué me parece? ¿Que, qué me parece? —dice ella casi gritando y riendo al mismo tiempo.

—Si.

—Me parece lo máximo. Sabes cómo extraño yo nuestro mundito de allá.

—¡Ah! Me has dado una alegría. No me animaba a decírtelo por temor a que no quisieras volver. Además, deberíamos hacerlo ahora que los niños son pequeños todavía, porque cuando sean más grandes, tendrán más amigos, sus estudios, alguna novia y esas cosas, no querrán irse y nos tendríamos que quedar para siempre. Y no me veo envejeciendo lejos de mi país. Aunque esto parezca una tontería de retrógrados.

—Te entiendo y me encanta que me lo hayas dicho. ¿Cuándo crees que podríamos irnos?

—Esperaríamos que ellos terminen el año y nos iríamos en las vacaciones de verano. A ellos les va a encantar porque vamos a llegar allá en julio o agosto. Y no empezarán las clases hasta marzo. Ese tiempo lo utilizaremos en pasear un poco y enseñarles nuestro país. Y con el idioma no tendrán problema porque lo hablan en casa y en la escuela tienen clase de español. Verás que estarán encantados. Ya les hemos hablado tanto del Uruguay que casi lo conocen y les va a hacer mucha ilusión ir.

Desde ese momento empezaron a arreglar sus cosas y a vender lo que se pudiera, con tiempo. Poco a poco la casa se fue llenando de cajas que se iban ordenando etiquetadas, algunas eran para vender, otras para llevar con ellos y otras serían donadas. Al revés de lo que pudiera pensarse, ninguno de los dos tuvo dudas al desprenderse de tantos elementos que en varios años fueron acumulando en su casa en Holanda. Una tarde en que estaban guardando cosas del taller y de la casa, Sandra dijo:

—¿Sabes? Es muy raro, pero no me apena dejar nada de esto. En cambio, cuando decidí venirme a Holanda, era muy jovencita y a pesar de que tenía muchas ilusiones, pensaba estudiar y aprovechar otras oportunidades que allá no tenía, me costó mucho dejar mis cosas. Preparé varias cajas y le pedí a mi madre que me las guardara y no las regalara a nadie. Sabía que algún día volvería. Estoy segura que aún deben estar en casa de mis padres.

Y a partir de ese día Sandra tomó la hora de la mañana, en que los chicos estaban en la escuela, para ir organizando libros, ropas que no llevarían, juguetes que ya no utilizaban.

Transcurrían los días. Al mismo tiempo, el cuadro de Andrés iba tomando forma. Esa mañana, mientras él estaba en la fábrica, Sandra entró al taller para guardar libros en cajas que tenía etiquetadas a tal fin. Estuvo un rato en esa tarea. Después, se detuvo mirando el cuadro que permanecía cubierto por una tela de color azul. Andrés los mantenía así hasta que estaban terminados, listos para vender o exponer. Miró la hora en el reloj de la pared sobre el escritorio y comprobó que aún faltaba un buen rato para que él volviera. Se dirigió decidida hacia el cuadro y levantó la tela que lo cubría. Estaba hermoso, pero ella no valoraba eso. Sólo veía la silueta de una mujer que casi oculta detrás del follaje otoñal que, entre dorados, amarillos y ocres, llenaba casi la mitad del lienzo; la figura central de la escena era una mariposa que copiaba los colores casi exactos del árbol, mientras las hojas que caían, salpicaban un fondo de flores de distintos colores. Esto se destacaba sobre el cielo de un azul intenso. Sandra sintió que odiaba a esa mujer que casi oculta, dejaba ver un solo ojo que observaba muy abierto a la mariposa. Grandes hojas amarillas ocultaban en parte su rostro y el vestido blanco con algunos detalles en rosados y lilas. Hermosa. La odiaba más. Su marido pintaba en casi todos sus cuadros una mujer que no se parecía a ella. Eso la hacía sentir muy mal. ¿Por qué él no pintaba su imagen? ¿Es que esa mujer era alguien de su pasado? Esto le preocupaba y muchas veces lo había hablado con su mejor amiga, Rosario, quien a su vez, como sicóloga, le explicaba que los artistas pintan sus fantasías, son creativos.

—No significa que esa figura sea alguien especial —había dicho. —No te angusties, no es nada. Es más, es posible que esa figura femenina que con frecuencia aparece en sus cuadros, sea la personificación de “lo femenino” sin ser nada específico. Andrés te quiere. Confía en él.

Pero a pesar de todos sus consejos durante tanto tiempo, no había logrado dominar sus celos. Tomó el celular y le envió una foto del cuadro a Rosario. Casi al instante sonó el teléfono. Rosario se oía entusiasmada.

—Bellísimo, amiga. No me digas que no ves la belleza de ese cuadro. Es que Andrés es genial. Me encanta.

—Ya sé que está lindo. Pero me pone enferma ver esa figura de mujer en sus cuadros.

—Olvídalo. Y por favor, aprecia el talento de tu marido, Sandra. Es hermoso ese cuadro. Lo venderá enseguida.

Habló largo rato con Rosario, hasta que sintió el ruido del coche que entraba al jardín. Apenas tuvo tiempo de cortar la llamada, cubrir el cuadro y reanudar la tarea de acomodar los libros.

Andrés traía un gran rollo de papel de embalar. 

—Hola. —Tierno, como de costumbre, la saludó con un beso en la mejilla y dejó el rollo sobre la mesa.

—Tengo casi vendido ese cuadro. Apenas lo terminé, le mandé una foto a Rodolfo, el de la Galería y me lo ha pedido. Dice que ya tiene un comprador. Así que este ya se va fresquito. ¿Quieres verlo?

—Claro.

Destapó el cuadro y se quedó mirándolo. Ella trató de demostrar admiración, aunque sus palabras no sonaron muy convincentes. Pero Andrés sabía que no comprendía su arte y que tenía celos de “sus mujeres”. Entonces hablaba sin prestar atención a la sonrisa forzada de Sandra. Después la abrazó y dijo con ternura:

—Tranquila. “Esta” ya se va, y nos traerá unos cuantos dólares.

Su risa despreocupada no pareció convencer a Sandra que miraba el cuadro con recelo. Era algo que escapaba a su voluntad. No podía evitar ese sentimiento de inseguridad que le producían las imágenes femeninas que pintaba su marido. Buscaba algún parecido a sí misma en esos cuadros y no lo encontraba. ¿Por qué no la pintaba a ella, o al menos, alguien que se le pareciera, aunque tan solo fuera en algún rasgo? No lo entendía y eso le producía un gran desasosiego.

Cada vez que Andrés la abrazaba cariñoso, se tranquilizaba, pero en su interior quedaba igual esa sensación desagradable, como de no ser ni siquiera digna de un cuadro. Rosario le había dicho que, por lo general, los artistas pintan fantasías, y no todos hacen retratos. Es muy común que tengan un tema recurrente como es el caso de Andrés, en los que en muchos de sus cuadros aparece una figura femenina, que no siempre es igual y se lo ha dicho hasta el cansancio. No es la misma mujer. Es más, muchas veces no se le ve el rostro porque, o está oculta, apenas insinuada como en este, o se encuentra de espaldas o de perfil donde el rostro no es identificable y son obras de gran belleza y encanto. Además, se venden muy bien. Se esfuerza en ver la belleza en ese cuadro. Es hermoso y la imagen que se insinúa detrás de todas esas hojas de otoño que caen, plasma una bella mujer. Se dice a sí misma que es hermoso y que se venderá enseguida. Esto la tranquiliza. La idea de ya no tener que verla, en cierta forma, le reconforta con una sensación casi de triunfo sobre la figura que pronto tendrá que irse, mientras ella se quedará con Andrés.

jueves, 6 de octubre de 2022

Agua y Luz


 

Un día como tantos, a la hora de siempre. Nada especial. No obstante, algo es diferente. No sabemos qué, pero ahí está rompiendo la rutina, la monotonía diaria, la chatura de una vida insulsa. Un tono, un color, una lágrima, una nota musical, un abrazo, quizás un beso. Eso. Eso que hace que ya nada sea igual, ya nada tiene el mismo color, ni la misma nota, ni el mismo sabor. Hoy todo es luz, luz, luz.

Hay un instante en que estalla de pronto el volcán. Las chispas ardientes se elevan al cielo y ya nada vuelve a ser igual. La piedra cae al agua, rompiendo la quietud. Ya no vuelve a ser igual. Los círculos concéntricos, que se extienden hasta mimetizarse en la nada, también son la misma nada que ya no vuelve a ser igual.

Ese instante que a veces no captamos, es el que pone nuestro paso en el camino exacto, en el momento preciso y en la frecuencia correcta.

Por eso hoy el corazón late con fuerza, la sangre fluye impetuosa hacia un encuentro emocional, hacia una comprensión astral, hacia ese instante en que coincide el fuego y la luz, el agua y la tierra. Ahí y ahora.

Somos leves, muy leves, frágiles, muy frágiles. Flotamos y nos alejamos, como una pluma en el viento. En vaivenes cadenciosos nos elevamos en un disfrute sin límites, empujados por una fuerza invisible. Luego, caemos, pesamos demasiado para continuar y regresamos con la angustia de no llegar, con las ansias de haber querido y no alcanzar no obstante, la luz que buscamos. Nuestra levedad no es tal, o no es, al menos, suficiente.

Entonces lloramos. ¿Por qué? El llanto no tiene sentido. Pero lloramos. Siempre lloramos. Nacimos llorando. Somos luz y agua. Por eso quizás, debemos llorar. Luz y agua. Fuego y agua. Una contradicción. ¿Una contradicción? Tal vez, no.

Hoy es ese momento. En ese instante exacto, daré el paso justo hacia tu camino, en mi camino. Entonces veré tus ojos, verás los míos. Luz y Agua. Y ya nada volverá a ser igual. Ya no. Ya no más nada igual.

 


 

domingo, 2 de octubre de 2022

Sed


 ¡Estuve tan cerca del manantial!

Acerqué mi frente, estiré mis manos, 

percibí la frescura y el sonido

del agua al correr, pero al final

mi sed no calmé, no bebí ni un sorbo.

¿Por qué?

Mirando el agua me quedé

disfrutando del paisaje

y la quietud del lugar.

Mis manos anhelantes

extendidas al vacío,

no llegaron al instante

preciso, en ese rocío

traslúcido, de gotitas flotantes,

que en terrible desafío

me dejan detrás del cristal...

Lentamente me alejé del lugar.

Febril, mi frente,

secas y vacías mis manos.

En silencio, como siempre,

sofocando el sufrimiento; 

sonriendo, sin embargo,

con alegría fingida.

La sed acuciante,

secos mis labios,

la mirada ardiente

en una búsqueda sin par,

y no bebí ni un sorbo,

la sed no pude calmar.

Ivalopano



miércoles, 21 de septiembre de 2022

La taza de té

 

 

De pronto, Mónica despertó como ante el chasquido del hipnotizador. 

La realidad tomó forma en su mente. 

¡No! 

Fue una negativa rotunda. Tuvo que mantenerse firme ante la insistencia de Ignacio. Supo que le hería, pero debía ser fiel a su intuición. Su voz interior, esa que de continuo grita en su mente, era un verdadero alarido: ¡No!

Emergiendo, con los ojos abiertos, de una especie de sopor, miraba aquellos ojos encendidos que se acercaban peligrosos, anhelantes, apasionados, llenos, a su vez, de una gran ternura, y tomó conciencia de lo que realmente estaba pasando. 

Su vida, se había transformado en un desierto en el ámbito moroso. Parecía normal, pero en realidad, todos los aspectos de su existencia estaban marcados por ese gran vacío.

Ahora, Ignacio le confesaba su admiración. Le proponía vivir un romance. Era ésta una experiencia nueva. Sus días siempre iguales y chatos, adquirían un color especial y ese cosquilleo inquieto en el estómago, al saberse admirada, deseada, también era algo nuevo. Hacía ya tantos años que no experimentaba esta sensación, que soñó un poco con revivir o reactivar su vida emocional.

Él, a su vez, vivía una situación parecida en su relación matrimonial. Estas coincidencias, aún sin confesarlas, quizás, fue la afinidad que acercó sus almas. De inmediato se estableció un hilo de conexión especial entre ellos.

Pero para él fue algo que se hizo fuerte, se alimentó de todos los buenos momentos compartidos. Se fue convirtiendo en pasión, en la necesidad de vivirlo a pleno.

Ella, en cambio, ya habituada a esa soledad, llenaba su vida con todo tipo de tareas, los hijos, los nietos, trabajos para realizar en casa, que muchas veces traía de la oficina. No se permitía soñar con volver a enamorarse; ocupaba su mente como para aturdir los latidos de su sangre. De esta manera, según creía, tendría bajo control este tipo de situaciones.

Ahora, él sacudió su modorra, hablando de amor. Amor de amantes. Una palabra que muchas veces cruzó por su mente, como una forma de escape, de alivio al volcán contenido de deseos que era su vida íntima. Pero, así como lo pensaba, lo rechazaba. No creía en la posibilidad de volver a enamorarse. Pensaba que la relación física, para ser satisfactoria y completa, debía ser por amor y con amor. Por esta razón continuó con su vida llena de tareas, pero vacía del amor amante.

Entonces, trató de permitirse soñar, acercarse al abismo mismo de una relación prohibida, ardiente, secreta. Le fascinó la idea. Pero, más allá del razonamiento, más allá de reconocer que se merecía un tiempo de relax, de liberación, su corazón no podía latir por amor. No podría sentir o corresponder como él lo reclamaba o como lo necesitaba.

Entonces, dijo no. No, a soñar. No, a probar la miel que se le ofrecía. No, a abrazar ese otro cuerpo, anhelante y cálido que se acercaba en una verdadera ofrenda de amor. No, a experimentar el desafío final y vital de una tregua consigo misma. ¡No! Y cerró los ojos al amor. Esgrimió la mejor excusa: ambas familias. Los hijos, los nietos, ambos cónyuges, que no merecían algo así. Pero tampoco ellos merecían esa agonía, ese contener las ansias de esta forma, rígida, implacable.

El no insistió. Se sintió desmoronar. No esperaba el rechazo. Todo hacía pensar que se daría al fin, vía libre a la comprensión y el compartir un mismo sentimiento. Sin embargo, ella dijo: ¡No!

No se atrevió a dar un paso más. ¿Por qué? Y ¿por qué no? Porque comprendió que, desde su vida íntima, no sería sincera, no podría amarlo como él lo necesitaba. Solamente sería un juego. Se imaginó en un acto de entrega real y física, íntima, con su amigo y no pudo soportar la idea. No lo amaba, o al menos, no, como él quisiera. A pesar de apreciarlo con verdadero afecto, se trataba de un afecto de amigos, compañeros. 

Sentada ante la taza de té, con la mirada perdida en el movimiento pequeño del vapor que se eleva en espirales tenues, recuerda con ternura y al mismo tiempo con pena, buenos momentos compartidos.

 Hoy llueve. La mañana es gris, fría. Con la taza entre las manos, como si fuera un pajarillo con frío, piensa. ¿Qué pasó? ¿Cuál fue el instante exacto donde se rompió el hechizo?

Piensa. 

Por su mente pasan tantas palabras, miradas de comprensión. Recuerda frases enteras, gestos, sonrisas y hasta alguna lágrima surgida a través de la emoción de algún relato de vida intenso y dramático. No puede determinarlo con certeza.

Recuerda el instante en que Ignacio confesó sus sentimientos y dijo que desde mucho tiempo atrás vivía con la ilusión de hablar de su amor. Sintió ternura y agradecimiento hacia el amigo que era capaz de quererla así, al tiempo que no pudo evitar sentirse un poco defraudada. Difícil explicarlo. En medio del halago que significa saberse amada, admirada, le defraudaba saber que todo ese acercamiento, esa afinidad, la comprensión que había encontrado en él, en realidad escondía un sentimiento algo egoísta. Él confesó su amor, lleno de emoción y ternura, al tiempo que proponía vivir una aventura, una relación secreta, prohibida, todo fuego.

Esto fue un verdadero tornado. Su cabeza "trabajó a mil". No era fácil asimilar tal revelación. El no entendió por qué le impactó de tal forma su declaración de amor. Pero, había una gran diferencia con respecto a sus sentimientos. Mientras él vivía con su amor en silencio desde hacía mucho tiempo, ella tomaba conciencia recién de esta situación. No pasaba por su cabeza, no estaba en sus planes vivir un romance, tener una relación secreta, prohibida. Palabras, a su vez, que subían la adrenalina, era un desafío.

Pero cuando él arremetió decidido a obtener un sí, no pudo. No pudo verlo como un amante. No pudo; lo sigue viendo amigo, un buen compañero de horas amenas, de buenas charlas. Nunca pensó que él podría verla como una mujer hermosa. Y dijo NO.

Aun sabiendo que esa actitud le haría daño, tuvo que ser fiel a sí misma. Ahora recuerda la expresión de sus ojos incrédulos. 

No esperaba una negativa. Creía conocer a esa mujer; sabía de ella, quizás, más que tantas amigas de muchos años. Ya había vivido en sueños, minutos íntimos, cálidos, casi sabía el calor de su cuerpo, el temblor de sus labios, había imaginado hasta el último detalle con gestos y palabras, frases enteras dichas entre suspiros de pasión. Nunca, en sus fantasías, había preparado su corazón para el rechazo. Ese ejercicio mental que diariamente le reconfortaba el alma con palabras de amor, caricias y labios cálidos, no sirvió para apoyarlo cuando ella dijo no.

Sintió que se hundía en un hoyo profundo, cayendo en espirales vertiginosas, hacia la oscuridad. Deseó desaparecer. Había desnudado su alma, había quedado expuesto, dejando ver sus sentimientos más hondos, los que había guardado en silencio durante años.

¿Qué fue lo que lo impulsó a contarle lo que sentía? ¿Por qué no podía seguir amándola en silencio? ¿Por qué echó todo a perder? La miraba a los ojos y no se convencía que dijera que no. La había imaginado tantas veces rendida de amor en sus brazos, entregándole sus labios en un beso profundo y cálido, que le parecía que ésta era otra mujer, no su amada, la que le acompañaba cada noche en sueños. Esta mujer, era real y le miraba, también ella, sorprendida por su declaración.

Pero Mónica no había soñado con su amor, no había imaginado sus manos temblorosas de pasión, ni sus besos. Estaba serena, tierna como siempre, pero fría ante su requerimiento amoroso. Serena y segura, dijo no.

Con suavidad trató de explicar sus motivos. Casi con desesperación buscó en su corazón las mejores palabras y el argumento más convincente para apoyar su negativa. No quería herir a su amigo. Lo vio azorado, incrédulo, aún insistió una vez más, pero reforzó su negativa, colocando una mano en el pecho de él para impedir el acercamiento que pretendía, con expresión anhelante. ¡No! repitió una vez más. Hay cosas que no deben suceder; a veces no hay que dar el paso siguiente.

La taza de té se enfrió entre sus manos. Sus ojos mirando el vacío, veían una y otra vez los ojos de Ignacio.

El sonido del teléfono la devolvió a la realidad. Tardó algunos segundos en acudir a atender. Con el corazón latiendo fuerte, contestó. Una voz desconocida preguntaba por una de las hijas. Respondió de manera brusca, casi sin darse cuenta. Le molestó terriblemente que no fuera él quien llamara. ¿Por qué?

En su casa, él estuvo toda la mañana inquieto, nervioso, anhelante. Revisaba el celular a cada momento, esperando ver un mensaje de ella. Había pasado la noche casi en vela. Todo el tiempo revivía aquellos momentos, sus palabras, su rostro cuando intentó besarla. No podía borrar de su cabeza y de su corazón, aquel hecho. Se levantó varias veces en la noche; no quería que su esposa advirtiera ese desasosiego. No pudo evitarlo. Casi al alba durmió.

Al despertar, volvió la pesadilla a su mente. Si al menos se pudiera volver el tiempo atrás y corregir los errores. Si él pudiera volver atrás el reloj, no le diría nada y continuaría amándola en silencio y en secreto, como desde hacía tanto tiempo.

Pero ya lo dijo y no se puede borrar lo dicho. Un texto escrito se puede borrar, quemar, antes de ser leído. Pero lo dicho, queda ahí, ya no se puede quitar.

Con el celular en el bolsillo, tocándolo a cada rato, espera. Pasan las horas y nada.

Ella respeta el silencio. No quiere forzar la situación. Lo conoce. Cuando haya “lamido” sus heridas, volverá a llamar.

Tomó un sorbo del té ya frío desde hacía mucho rato. Lo imagina triste y preocupado, perdido un sueño. Sabe que sufre, conoce su sensibilidad. Recuerda sus manos intentando un abrazo y conteniendo el impulso ante su rechazo. Sabe que no fue fácil.

Ella también espera un mensaje, una llamada. Nada.

Otro sorbo de té, frío, amargo. Luego aparta la bandeja y comienza a escribir.

En su cabeza surgió la historia completa, con su ternura y con la tristeza de hoy. También intuye un final feliz, una manera de crear la historia de amor que no pudo ser.

¿Cómo se sigue una historia luego de un hecho así? ¿Cómo reanudar el diálogo?

              CAPITULO II

 


La vida transcurre con su ritmo constante y pausado. Nada hace que cambie su curso. Solamente, nosotros, apuramos el paso y queremos ir de prisa. Pero los hechos se suceden en el momento preestablecido para ello, y de forma inexorable nos sentimos frustrados en nuestras expectativas y nuestras ansias. De poco sirve correr si lo que ha de suceder mañana, no hay cómo adelantarlo. Eso es lo que nos angustia y nos desespera.

Parece que caminamos con los ojos vendados. Todos los acontecimientos están allí distribuidos a nuestro paso para verlos en el momento exacto. Pero mientras no llegamos al lugar y el tiempo justo, no podemos verlos, ni saber nada. Esa incógnita es a su vez, el incentivo que nos lleva a investigar y analizar todo.

A lo largo de la vida, a fuerza de luchar contra el tiempo, aprendemos a esperar. Aprendemos que de nada sirve correr, si no vamos a poder adelantar nada. Nada que suceda, será lo que no deba suceder. Todo está allí, sólo tenemos que sintonizar la frecuencia correcta, en el lugar y el momento preciso. Nada más. Pero esto lo comprendemos, a veces, tarde, y desgastamos las fuerzas tratando de apurar el paso, apurar los acontecimientos.

De esta forma, cuando no sabemos cómo seguir, cómo resolver tal o cual problema, sólo es cuestión de esperar. Dejar que el tiempo transcurra normalmente. Si la solución está en el camino, llegaremos a ella justo a tiempo. En la vida todo sucede en su momento exacto.               

Pasaron los días. En silencio cada uno idealizaba al otro. Él soñaba despierto todo el tiempo, y ella anhelaba revivir emociones viejas. Cerraba los ojos y soñaba con el calor de unos brazos que contuvieran su ternura, unos labios cálidos que le hicieran sentir emoción, sentir nuevamente en su cuerpo, el fuego de la pasión.



Título destacado

¡Cuánto te extraño!

  Hola. Tengo tanto para contarte. Han pasado muchas cosas buenas , lindas, desde que te fuiste. Cada día y en cada momento intenso, te pien...

Entradas populares