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martes, 11 de octubre de 2022

Una historia sin final (IV)

 CAPITULO IV 

El acercamiento.


Hasta que dejaron de verse, ambos leían los poemas o cuentos del otro. Luego, los años pasaron y cada uno, en su momento, comenzó a publicar y a ser muy leído. Otra coincidencia muy curiosa, lo hicieron con seudónimo y colocaron en lugar de una fotografía propia, la foto de uno de sus cuadros.

La primera vez que Mónica compró un libro de ese “autor”, le llamó la atención la fotografía. La imagen le era familiar. A Andrés le pasó casi lo mismo. Pensó que esa “escritora” decía las cosas de una manera muy parecida a Mónica. Pero ninguno de los dos sospechó siquiera quién se ocultaba tras ese seudónimo.

Pasaban los años y se encontraban de forma esporádica, en alguna reunión de fin de año. En cada encuentro, solo intercambiaban miradas furtivas que les permitía entender que ambos recordaban aquél lejano día en su juventud. No habían tenido la oportunidad de hablar de ello. En esas reuniones los temas eran generales y en grupo. Pero todas las veces, en cada encuentro se abrazaban muy fuerte y se miraban a los ojos. Nada más.

Por eso, se mostraron tan felices cuando la misma vida les dio la oportunidad de estar solos y hablar de sus cosas, de sus vidas, de sus familias y, por fin, de aquél día de playa tan lejano ya.

Uno de los tíos de Mónica, ha tenido un grave accidente de moto. Esto lo lleva al Sanatorio por varios días, en estado delicado. Andrés lo conoce desde la niñez. Este hombre es quien le regaló su primer caballete para pintar y sus primeros pinceles, cuando era un adolescente. Mantuvo siempre un contacto de amistad y afecto con él.

Coincidieron en el ascensor del sanatorio. Hacía varios años que no se veían. Allí iniciaron una charla sobre cosas triviales. Estuvieron con el enfermo un rato. Terminada la hora de visita, Andrés la invitó a tomar un café.

          —Vamos —dijo. —Tenemos tanto de qué hablar; hace años que no te veo.

          —Es cierto, yo me dejo atrapar por la rutina, el trabajo, la casa, y no me doy cuenta cómo pasa el tiempo.

Estuvieron largo rato y hablaron de sus cosas. En un momento ella miró el reloj, Andrés tomó sus manos sobre la mesa, sorprendiéndola.

          —No he olvidado aquél día en la playa, hace cuarenta años.

La tomó de sorpresa. No creía que él hablaría de aquello.

          —He conservado ese recuerdo muy profundo, en mi corazón, como algo muy hermoso —dijo él, de un tirón, como si hubiera esperado esa oportunidad y ahora era el momento.

          —¡Oh, qué bueno que lo dices. Siempre pensé que eso habría sido para ti una aventura sin importancia, —dijo ella, con un temblor en la voz.

          —No. Fue algo muy, muy lindo y lo llevo conmigo en un buen lugar, —respondió Andrés. Ella tuvo la impresión de que él tomó este momento como la oportunidad que había esperado en vano tantas veces en cada ocasión en que se encontraban o se veían por unos minutos, sin poder tener una charla en privado. Ahora no estaba dispuesto a perderla. Salieron y caminaron unos minutos hasta un parque. Allí, se sentaron y continuaron la charla. Ambos descubrieron que leían a cierto autor. Comentaron algunos de esos libros y de pronto estallaron en risas. Ninguno sabía el motivo de la risa del otro hasta que ambos dijeron quién era ese autor.

          —Es increíble. Las señales que existen en la vida y no las vemos. —Dijo Mónica. —Cada vez que leía uno de tus libros, me decía: “me encanta este autor…” y al mismo tiempo pensaba: este tipo, hizo lo mismo que yo, al poner la foto. —Y rieron abrazados un buen rato. Parecían los adolescentes de hace tantos años.

Antes de separarse Andrés le explicó dónde vivía actualmente y la invitó para que viera su taller.

Si te cuento dónde estoy viviendo, no lo vas a creer, le dijo.

— Sí, cuéntame.

— Cuando llegamos a Uruguay, en primer momento alquilamos un apartamento en Montevideo. Después empezamos a buscar un buen lugar. Ambos, queríamos cerca de la playa y con fondo para los niños. Luego de ver varios avisos en diferentes inmobiliarias, encontramos una casa que nos pareció amplia, con buen espacio al fondo, a media cuadra de la playa y a muy buen precio. Una tarde fuimos a verla y ambos dijimos: "es esta." No buscamos más y cerramos el trato enseguida. A los pocos días nos mudamos. El primer día que amanecimos en la casa nueva, me levanté temprano y salí para caminar por la playa. No lo podía creer!

— ¿Qué? — dijo Mónica.

— Era la misma playa. "Nuestra playa". El mismo lugar. ¡Estaba bajando a la playa por la misma calle que habíamos bajado nosotros hacía casi cuarenta años! ¡Estaba en el mismo lugar!

— ¡Increíble! — exclamó Mónica. — Es asombroso las cosas que tiene la vida. Todo el tiempo estamos rodeados de señales que no vemos o no interpretamos. Ahora tengo gran curiosidad por conocer tu casa.

— Bueno, ya sabes ahora dónde vivo. Cuando quieras pasa un rato, tengo montones de cuadros nuevos. En algún momento haré una exposición y espero que vengas y me ayudes a organizarlo como hacíamos cuando éramos chicos.

— Claro que sí. Cualquier día voy un rato y ya nos pondremos al día. Me encantó poder charlar tranquilamente después de tanto tiempo.

Se despidieron con un abrazo interminable, como lo hacían siempre. Esta sensación de reencuentro, de volver a tener esa afinidad, era algo muy parecido a la felicidad.



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