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lunes, 18 de octubre de 2021

La tapera.


 Mientras caminábamos en medio de un monte de molles y espinillos, aparecieron ante nuestros ojos, dos paraísos frondosos, en un claro limpio, donde asomaban apenas, algunas hileras de ladrillos y restos de lo que habría sido algún peldaño, o el umbral de una puerta. Entre los pastos altos, un cardo, recostado en una esquina formada por dos trozos de lo que algún día fue una pared.

Este rastro del pasado despertó en nosotros la curiosidad. No podía ser que sólo hubiera dos pequeños restos, de lo que suponíamos había sido una vivienda.

Continuamos, siempre alertas, esperando encontrar algo más; no debería morir de esa manera el pasado, sin dejar más rastro que unos pocos ladrillos.

Entonces, entre la espesura, apareció como un gran esqueleto silencioso y siniestro, una tapera. Seguramente, habría sido el casco de una gran casa de campo. Una amplia entrada se abría a nuestros ojos, flanqueada por dos columnas, sostenidas en el pie por una gran viga sólida, y a unos cuatro metros de altura, otra, horizontal y paralela a la del piso, formando en el aire un cuadrilátero desnudo.

Nos acercamos entusiasmados, como descubridores. Al aproximarnos, nos invadió una mezcla de admiración y respeto. Quizás, temor. Conservaba aún varias paredes medio derruidas, que, no obstante, dibujaban perfectamente los diferentes ambientes. Los trozos caídos, habían arrastrado consigo, partes del techo. Entre sus restos crecía la maleza, como queriendo esconder púdicamente tanta desnudez.

¿Cuál habría sido la razón de esa soledad? ¿Por qué quedaría abandonada esa casa que se adivinaba grande, próspera en otro tiempo?

Anduvimos varios minutos dando vueltas alrededor, sin atrevernos a pisar el interior, demarcado por esos armazones medio cubiertos por la maleza. Sentíamos que profanábamos la tranquilidad, el silencio, el reposo que allí había.

Era como estar ante una tumba. Por instinto bajábamos la voz. Luego, traspusimos la "puerta" y comenzamos a mirar con detenimiento las paredes, o lo que aún quedaba de ellas, donde todavía se podía ver restos de pintura descolorida.

Buscábamos algún rastro de los habitantes, algo personal, una huella o una marca en los muros, que significara, en cierta forma, una comunicación, un mensaje del pasado.

Cierto recogimiento nos embargaba, como si flotaran ante nosotros, los espíritus de los antiguos habitantes, entre las ruinas, para defender del tiempo, una historia de vida, de familia y trabajo. Guardarían para siempre, quizás algún secreto, que moriría con la tapera, solitaria, majestuosa y agresiva entre el follaje, resistiéndose al olvido.

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