Uno de los grandes
descubrimientos, que hice en la escuela, fue en la clase de anatomía que
tuvimos un día con un profesor. Nos mostró unas diapositivas donde se exhibía
el esqueleto humano. No sabía que dentro del cuerpo tuviéramos
tantos huesos. Ver el esqueleto entero, la calavera con esos «ojos» enormes y
esa «risa» desmesurada, me deslumbró. No salía de mi asombro, y
fue, al regreso, tema de conversación en mi casa. Me pareció algo tan
extraordinario que se lo contaba a cada rato, a mi hermana y le mostraba mis manos para que viera dónde estaban los huesos.
Otro día, la primera
vez que tuve clase de canto, viví una nueva experiencia increíble: el piano.
Nunca había visto ni oído un piano.
Nos condujeron con el
mayor orden, en formación estricta, al salón de música. Yo tenía muchos niños
delante, me sentía pequeña entre todos ellos, no veía nada más que la nuca de
los que me precedían. De pronto se oyeron los primeros acordes del piano. Quedé
anonadada, estática, alerta los oídos a eso tan hermoso que por primera vez
experimentaba: la música. El piano continuó exhalando su voz y los niños comenzaron
a cantar; no me dejaban oír esa música tan bella y quería ver de dónde salía.
Como en sueños, fui abriéndome paso, hasta llegar
al frente. Allí estaba aquello, vibrante y oscuro, que hacía latir con fuerza
mi corazón. De pronto alguien, que nunca supe quién fue, me retiró con fuerza
de una oreja y me volvió a mi lugar, diciéndome, con enojo, que no podía
salir de mi sitio. No comprendí por qué no me dejaban ver y oír, por qué
tenían que gritar tanto todos, por encima de esa música hermosa que se oía.
A partir de ese día, esperaba ansiosa la clase de música. Cada día me gustaba más la escuela. Iba y volvía llena de entusiasmo y curiosidad.