Un día como tantos, a la hora de siempre. Nada especial. No obstante, algo es diferente. No sabemos qué, pero ahí está rompiendo la rutina, la monotonía diaria, la chatura de una vida insulsa. Un tono, un color, una lágrima, una nota musical, un abrazo, quizás un beso. Eso. Eso que hace que ya nada sea igual, ya nada tiene el mismo color, ni la misma nota, ni el mismo sabor. Hoy todo es luz, luz, luz.
Hay un instante en que estalla de pronto el volcán. Las chispas ardientes se elevan al cielo y ya nada vuelve a ser igual. La
piedra cae al agua, rompiendo la quietud. Ya no vuelve a ser igual. Los
círculos concéntricos, que se extienden hasta mimetizarse en la nada, también
son la misma nada que ya no vuelve a ser igual.
Ese instante que a veces no captamos, es el que pone
nuestro paso en el camino exacto, en el momento preciso y en la frecuencia
correcta.
Por eso hoy el corazón late con fuerza, la sangre
fluye impetuosa hacia un encuentro emocional, hacia una comprensión astral,
hacia ese instante en que coincide el fuego y la luz, el agua y la tierra. Ahí
y ahora.
Somos leves, muy leves, frágiles, muy frágiles. Flotamos y nos alejamos, como una pluma en el viento. En vaivenes cadenciosos
nos elevamos en un disfrute sin límites, empujados por una fuerza invisible. Luego, caemos, pesamos demasiado para continuar y regresamos con la angustia de
no llegar, con las ansias de haber querido y no alcanzar no obstante, la luz
que buscamos. Nuestra levedad no es tal, o no es, al menos, suficiente.
Entonces lloramos. ¿Por qué? El llanto no tiene
sentido. Pero lloramos. Siempre lloramos. Nacimos llorando. Somos luz y agua. Por
eso quizás, debemos llorar. Luz y agua. Fuego y agua. Una contradicción. ¿Una
contradicción? Tal vez, no.
Hoy es ese momento. En ese instante exacto, daré
el paso justo hacia tu camino, en mi camino. Entonces veré tus ojos, verás los
míos. Luz y Agua. Y ya nada volverá a ser igual. Ya no. Ya no más nada igual.