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domingo, 10 de octubre de 2021

El mendigo.

 


El ómnibus corre ruidoso por caminos desparejos; a los saltos, como ignorando baches y desniveles del terreno, en su rutina diaria.

Volvemos cansados, somnolientos, a nuestros hogares.

Un hombre joven irrumpe de pronto. Nos sacude del letargo, con un pregón. Pide una ayuda, una moneda. Camina hacia el fondo por el pasillo. Entrega una esquela que dice: "Soy Gustavo. Estoy enfermo. Solo pido disculpas por molestarle para pedir una ayuda. No tengo trabajo y no quiero regresar a mi casa con las manos vacías. Cualquier moneda será una fortuna para mí. Gracias por su ayuda."

Lo leí varias veces y dudé. ¿Será cierto que está enfermo? ¿Y si mi ayuda se convierte en un vaso de vino o droga?

Lo miré de espaldas. Flaco, mal vestido. Lo miré de frente, mientras se acercaba para recoger su esquela o una moneda. Demacrado; las ropas viejas, grandes, descoloridas. Agradecía repetidas veces y se inclinaba con respeto ante quien ponía en su mano, una moneda.

Sin mirarlo a la cara, devolví la esquela con una moneda. Escuché su agradecimiento. Sentí mucha vergüenza. Cada vez que veo un mendigo me pasa lo mismo. 

¿Quién es el mendigo? ¿Qué siente al enfrentar a todas esas personas que lo ven venir y desvían la mirada, o a esos que como yo, dan una moneda, avergonzados por la pequeñez de la ayuda, sin mirarlo a los ojos?

Pienso en la gran soledad que ocasiona la misma sociedad en esas personas, que, como Gustavo, carecen de apoyo, o por ignorancia, viven en la miseria. 

Me da vergüenza la miseria. Me da vergüenza la mendicidad. Lo siento como un reproche, como si me reclamara una devolución, por haber tenido mejores oportunidades o por haberlas sabido aprovechar. 

Pero, al mismo tiempo, pienso que tener un trabajo y conservarlo, es fruto de mucho esfuerzo; del sacrificio de años, de la perseverancia en el estudio; en el cumplimiento de horarios rígidos y muchas horas por día, todos los días del año, durante muchos años. Para esto he postergado tantas cosas y dejado de lado unos cuantos sueños. 

Este hombre joven pide una moneda, no pide trabajo, no ofrece un servicio a cambio. 

Eso pienso. Y al mismo tiempo, siento que no es más que una excusa para tranquilizar mi conciencia, para tratar de aliviar la vergüenza que me causa este tipo de situaciones.

Me dirás: "vergüenza ¿por qué? No es tu responsabilidad."

¿No es mi responsabilidad? ¿No es responsabilidad de todos? ¿De la sociedad como tal?

No lo sé. Sólo sé que no puedo evitar sentir una gran vergüenza. 



viernes, 8 de octubre de 2021

La pobre niña

    


 Con los pies mojados por el rocío, a través del deteriorado calzado de lona, cruzó el monte de eucaliptos y se encontró del otro lado, con el ruido y movimiento de la ciudad, que comenzaba a despertar. 

    Esperó el ómnibus en la parada, como siempre. Subió, cuando ya todos lo habían hecho. Una vez arriba, miró con atención el rostro de los pasajeros. Algunos conversaban con el compañero circunstancial. La mayoría, indiferentes, ceñudos, silenciosos, realizaban el viaje con resignación y desgano. Con sus ojos grandes, de mirar desolado, caminaba por el pasillo del ómnibus, mendigando, al tiempo que depositaba en la mano del pasajero, una esquela con un poema.

    Algunas personas entregaban, indiferentes, una moneda. Unos desviaban la mirada y trataban de no verla. Otros, como yo, se quedaban mirándola con tristeza, pensativos. Apenas tendría unos nueve años. 

    Con el corazón estrujado, y una sensación de impotencia, puse en su mano, una moneda. En un momento fugaz, su mirada y el roce de sus dedos me dijeron muchas cosas. Fue un contacto extraño; su mano áspera, seca, llevaba un grito de auxilio. Aquella moneda no serviría de nada. No lograría sacarla de las calles y la mendicidad. No aportaría mucho a su sustento. Quizás sólo sirviera para mantenerla en la miseria, en la soledad y el maltrato familiar. Ni siquiera habría una familia detrás de ella. Al contrario, aquel dinero podría contribuir a reafirmarla en ese mundo indigno. Sólo la empujaría una y otra vez, a repetir la misma escena triste, día tras día, perdiendo de esta forma, el respeto por sí misma

    Me dolía en el rostro, la vergüenza de ser cómplice de esa miseria, de no saber qué hacer, o no querer hacer nada para remediarlo. 

La seguí con la mirada, y cuando bajó del ómnibus, me ardía aún en la retina, su imagen pequeña, triste, de colores apagados, de prendas grandes, descoloridas.

Bajó y quedó allí, esperando el siguiente coche, para repetir la misma rutina hasta la noche. Cada viaje la alejaba un poco más del barrio y así la volvería a sorprender la noche, en la soledad y el desamparo, implorando un poco de amor ante nuestra mirada indiferente.


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