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viernes, 8 de octubre de 2021

La pobre niña

    


 Con los pies mojados por el rocío, a través del deteriorado calzado de lona, cruzó el monte de eucaliptos y se encontró del otro lado, con el ruido y movimiento de la ciudad, que comenzaba a despertar. 

    Esperó el ómnibus en la parada, como siempre. Subió, cuando ya todos lo habían hecho. Una vez arriba, miró con atención el rostro de los pasajeros. Algunos conversaban con el compañero circunstancial. La mayoría, indiferentes, ceñudos, silenciosos, realizaban el viaje con resignación y desgano. Con sus ojos grandes, de mirar desolado, caminaba por el pasillo del ómnibus, mendigando, al tiempo que depositaba en la mano del pasajero, una esquela con un poema.

    Algunas personas entregaban, indiferentes, una moneda. Unos desviaban la mirada y trataban de no verla. Otros, como yo, se quedaban mirándola con tristeza, pensativos. Apenas tendría unos nueve años. 

    Con el corazón estrujado, y una sensación de impotencia, puse en su mano, una moneda. En un momento fugaz, su mirada y el roce de sus dedos me dijeron muchas cosas. Fue un contacto extraño; su mano áspera, seca, llevaba un grito de auxilio. Aquella moneda no serviría de nada. No lograría sacarla de las calles y la mendicidad. No aportaría mucho a su sustento. Quizás sólo sirviera para mantenerla en la miseria, en la soledad y el maltrato familiar. Ni siquiera habría una familia detrás de ella. Al contrario, aquel dinero podría contribuir a reafirmarla en ese mundo indigno. Sólo la empujaría una y otra vez, a repetir la misma escena triste, día tras día, perdiendo de esta forma, el respeto por sí misma

    Me dolía en el rostro, la vergüenza de ser cómplice de esa miseria, de no saber qué hacer, o no querer hacer nada para remediarlo. 

La seguí con la mirada, y cuando bajó del ómnibus, me ardía aún en la retina, su imagen pequeña, triste, de colores apagados, de prendas grandes, descoloridas.

Bajó y quedó allí, esperando el siguiente coche, para repetir la misma rutina hasta la noche. Cada viaje la alejaba un poco más del barrio y así la volvería a sorprender la noche, en la soledad y el desamparo, implorando un poco de amor ante nuestra mirada indiferente.


viernes, 1 de octubre de 2021

Pérdidas


Heriberto.

Eras un Ángel

Eras un sabio, eras un genio. Eras un maestro, líder y ejemplo. Y tuvimos el privilegio y la bendición de vivir contigo. Tan genio fuiste que no dejaste que nadie viera tu cuerpo muerto. Tal como lo dijiste muchas veces: “cuando la vida se termina, no tiene sentido que el cuerpo quede pudriéndose…” Así fue: tu cuerpo se fue en el mismo instante de tu muerte, junto con tu preciosa vida.


 "La vida es una sucesión de pérdidas", dijiste un día. A pesar que me ha costado mucho entenderlo, comprendo que, por cada pérdida, ganamos un vacío. Sí. Un vacío. Un vacío que duele, que sangra, que nos anula, que nos detiene. Pero ese es el fin. Detenernos; vaciarnos; sangrar. 

Es necesario vaciarnos para tener lugar donde volver a llenar; donde volver a colmarnos. Nos duele. Nos duele mucho y nos negamos; resistimos. No queremos soltar, dejar ir. Lloramos y gritamos. Nos revelamos; nos enojamos mucho. 

Esa es la lección: aprender a lidiar con la pérdida, el vacío, el dolor, la soledad. La terrible soledad. Entonces, cuando ya estamos secos, vacíos, insensibles, un pequeñísimo hilo de luz casi imperceptible, comienza a penetrar ese interior que hemos sellado, sepultado en las sombras, en la oscuridad. Y empieza a haber una especie de penumbra, un resplandor tenue. Antes que nos demos cuenta, nos está colmando de luz. La fuente que estaba seca y yerma, se va llenando. Vuelve la vida. 

De pronto, percibimos nuevos latidos. ¡Estamos vivos! Hay algo allí dentro que empieza a entibiar el corazón. Cuando ya casi creíamos que no volveríamos jamás a tener una ilusión, ahí está, en ese lugar, en ese lugar vacío que aquella pérdida nos dejó.



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¡Cuánto te extraño!

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