Mientras me hundo en
un abismo sin formas, sin sonido y carente de toda sensación, no pienso. Mi
mente se ha paralizado, mi pulso parece no existir y sin embargo, muy despacio, el abismo informe empieza a tomar presencia de alguna manera inexplicable.
Una luz comienza a envolverlo todo, hasta que parece que mi cabeza estalla,
llena, desde adentro, de una especie de ruido atronador, de miles de voces
que murmuran, hablan, gritan, claman al mismo tiempo, en un verdadero caos
que no logro entender.
Cierro los ojos y
trato de ordenar mis pensamientos, acallar todas las voces, aclarar los colores
y formas indefinidas que pululan en el abismo. Por un momento, casi logro aquietar
el elemento extraño que no acierto a definir. Como si fuera un gran globo de
gelatina temblorosa, incolora e informe, va copiando tonos y reflejos desde el
mismo vacío. Pero al instante, cuando trato de tomar conciencia de este raro
estado, se sacude, se rompe el globo tembloroso y comienza otra vez la caída
hacia un abismo insondable.
Luego de un rato,
cansada de luchar, me dejo llevar, como una hoja liviana que desciende de la
copa al suelo, en zigzag, y muestra siempre el mismo lado, mientras cae lento,
sin dar la espalda y de cara al cielo. Aflojo los músculos tensos, respiro con calma y me resigno al destino que el viento quiera darme.
Entonces, se hace el
silencio, vuelve la luz y desaparece por arte de magia, el abismo. La vacuidad
no existe. Regreso sin entender cómo, desde una profundidad casi imposible de
imaginar. Como si una mano me sostuviera por la espalda, emerjo ilesa,
increíblemente entera, luego de tan terrible experiencia. Estoy viva,
consciente, respiro, todo lo que me rodea es real y no me amenaza. ¿Dónde quedó
el miedo? ¿Dónde el ruido de miles de voces confusas? Luego, comprendo la
importancia de nuestra dimensión. No importa lo que hay más allá del abismo. Estoy acá. En mi tiempo, mi
lugar y mi espacio.