Eras un Ángel.
Eras un sabio, eras un genio. Eras un maestro, líder y ejemplo. Y tuvimos el privilegio y la bendición de vivir contigo. Tan genio fuiste que no dejaste que nadie viera tu cuerpo muerto. Tal como lo dijiste muchas veces: “cuando la vida se termina, no tiene sentido que el cuerpo quede pudriéndose…” Así fue: tu cuerpo se fue en el mismo instante de tu muerte, junto con tu preciosa vida.
"La vida es una sucesión de pérdidas", dijiste un día. A pesar que me ha costado mucho entenderlo, comprendo que, por cada pérdida, ganamos un vacío. Sí. Un vacío. Un vacío que duele, que sangra, que nos anula, que nos detiene. Pero ese es el fin. Detenernos; vaciarnos; sangrar.
Es necesario vaciarnos para tener lugar donde volver a llenar; donde volver a colmarnos. Nos duele. Nos duele mucho y nos negamos; resistimos. No queremos soltar, dejar ir. Lloramos y gritamos. Nos revelamos; nos enojamos mucho.
Esa es la lección: aprender a lidiar con la pérdida, el vacío, el dolor, la soledad. La terrible soledad. Entonces, cuando ya estamos secos, vacíos, insensibles, un pequeñísimo hilo de luz casi imperceptible, comienza a penetrar ese interior que hemos sellado, sepultado en las sombras, en la oscuridad. Y empieza a haber una especie de penumbra, un resplandor tenue. Antes que nos demos cuenta, nos está colmando de luz. La fuente que estaba seca y yerma, se va llenando. Vuelve la vida.
De pronto, percibimos nuevos latidos. ¡Estamos vivos! Hay algo allí dentro que empieza a entibiar el corazón. Cuando ya casi creíamos que no volveríamos jamás a tener una ilusión, ahí está, en ese lugar, en ese lugar vacío que aquella pérdida nos dejó.
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