Aquel día fui con mi hermano. El estaba cursando segundo año, era todo un campeón. Iba solo a la escuela, algunas veces, a caballo. Ese día fuimos caminando, no nos acompañó mamá. Todavía hoy, no comprendo por qué no fue; tal vez porque ella no concurrió nunca a la escuela y no vivió ese fatídico «primer día de clase».
En los minutos previos a la entrada, me encontraba sola, parada ante la puerta de
Trajeron a mi hermano, que me rezongaba diciéndome que era una boba, que no tenía que llorar. Me llevaron con otros niños a jugar al patio, junto con mi hermano. Me sentía tan pequeñita, cercada por niños que parecían muy altos y me miraban como cosa rara. En un momento en que el cerco se abrió un poco, emprendí una desesperada carrera hacia el portón de salida, pero fui alcanzada enseguida. En la desesperación por zafarme de las manos que me aprisionaban, y voces que llamaban a gritos a la maestra, la emprendí a puntapiés y manotazos a diestra y siniestra, llamando entre llantos desconsolados a mi madre. Casi enseguida sonó el timbre de entrada y todos corrieron para hacer fila. Yo no sabía qué hacer. La maestra me condujo con suavidad y me colocó en una de ellas. Me sentía abrumada entre el ruido de tantos niños que me rodeaban.
Ya en la clase, luego de espiar en derredor, sin levantar la cabeza, otra vez, rompí en llanto, ahora, silencioso pero incontenible. La maestra, dulce y paciente, me llevó con ella al frente de la clase. Comenzó a mostrarme una cantidad de gusanos de seda, que había en una planta de mora, que crecía en una maceta, al lado del escritorio.
Pasado ese primer día, fui descubriendo un mundo nuevo, totalmente desconocido, que despertó en mí la curiosidad y ganas de saber todo.