Llegamos a la gran ciudad, buscando mejores posibilidades de trabajo, mejor calidad de vida, oportunidades de esparcimiento, estudio, paseos, etc.. Pero, es necesario pagar un alto precio por ello. Vivir en la ciudad, significa perder nuestros paisajes llanos; la posibilidad de mirar el horizonte a lo lejos, ver salir el sol desde el primer albor y ocultarse hasta el último reflejo.
El paisaje hormigonado de la ciudad, de estructuras altas, no deja extender la mirada más allá del próximo edificio. Perdemos el sonido natural de la noche, la calma y el silencio del campo, el canto de los grillos o algún ladrido esporádico. El fragor de la ciudad no para nunca, aún en la noche.
Entramos al mundo del horario rígido; despertadores puntuales, estridentes; carreras diarias para alcanzar un ómnibus que siempre está atestado. Viajamos media hora, una hora, hacinados, escurriéndonos unos sobre otros, como larvas, luchando por alcanzar la salida.
Por vivir en la ciudad, soportamos esta tortura diaria, respirando el mismo aire viciado, cuarenta o cincuenta personas apiñadas. Toleramos estoicamente el estornudo de uno, la tos de otro, o el aliento alcohólico de alguno.
Cuando por fin, alcanzamos la puerta, entre el apretujamiento de cuerpos, logramos apearnos y llenamos con ansias nuestros pulmones, de aire un poco más puro.
Adquirimos la capacidad de infundirnos esa tortura diaria durante treinta o cuarenta años y más.
Somos acróbatas del urbanismo. Podemos estar a ciento veinte o ciento treinta metros de altura, realizando trámites en una oficina, y con la misma naturalidad, estar a los quince minutos, a doce o trece metros de profundidad, en un subsuelo, completando gestiones del mismo trámite.
Aprendemos a movernos en un mundo de papel, plástico y computadoras. Para casi cualquier asunto, utilizamos el diálogo informático, digital, en un robot que realiza gran parte del trabajo. Perdemos la confianza en el prójimo. Todos y cada uno, somos enemigos potenciales del otro. Tarde o temprano, seremos víctimas de un robo, un atropello o un accidente.
Verdaderos equilibristas, acróbatas, malabaristas, sobrevivimos en esta vorágine absurda que nos tomamos tan en serio. Esto, nos va succionando poco a poco la alegría de vivir, y nos convierte en autómatas sombríos. Corremos tras la rutina, en una inercia inexplicable, de la que no somos capaces de salir.
Gran verdad ...
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