Era el año 1959. Un día de otoño, a fines de marzo, comenzó a llover y continuó no sé por cuánto tiempo. En mis recuerdos están todos los momentos, hasta los más preocupantes, pintados con la luz y la alegría de los inocentes seis años; con la ingenuidad de esa edad, que no permite comprender la gravedad de algunos hechos.
Llovía. Jugaba con mis hermanos bajo la lluvia. Chapaleábamos descalzos por el campo; al caer con fuerza en algún charco, hacíamos saltar el agua entre risas y gritos de placer; nos levantábamos y seguíamos corriendo, a cada paso, más empapados. El agua chorreaba por el rostro, tapándonos, a veces, los ojos. Nos divertía bebernos el agua que corría por la cara; manotear un poco para despejar los ojos y seguir incansables, saltando y corriendo entre gritos y risas, hasta que mamá ponía fin al juego, llamándonos a secarnos, antes que tomáramos un enfriamiento. No recuerdo haber tenido frío durante esos juegos.
Cuando en algún momento, paraba la lluvia y salía por intervalos, el sol, jugábamos en el campo ya inundado por el río. Estaba a pocos metros de la casa. Me gustaba tenerlo dentro de la huerta y entre los naranjales. Pero, me angustiaba verlo avanzar hasta alcanzar las "bocas" de los hornos de ladrillos de mi padre; ver cómo crecía hasta cubrir las "pilas de adobe", prontos para la "quema".
A veces pescaba con mi hermano. Con una cañita y anzuelos sacábamos algún pejerrey, ahí nomás, casi frente a la puerta.
Después, bajó la temperatura y no podíamos salir. Entonces mamá cocinaba boniatos al vapor. ¡Qué ricos! Eran de la cosecha sacada justo a tiempo, antes que empezara a llover. En algún momento, mi hermano y yo salíamos corriendo bajo la lluvia, y manoteábamos alguna mandarina que pendía del arbolito, frente a la puerta de la cocina, al alcance de la mano. Estaba aún sin madurar, pero sí, lo suficientemente dulce y olorosa como para comerla entre chasquidos y "caras agrias".
En la tarde dejaba de llover y salía el sol un rato. Pero el río seguía avanzando a gran velocidad.
Un día, llegó un agente policial y estuvo conversando con mi madre, tratando de convencerla para que saliera con tiempo de allí, que fuera para el centro del pueblo. Dijo que el agua llegaría a cubrir la casa, que tendríamos que ser evacuados. Mi madre miraba todo lo que tenía que sacar de la casa y pensaba que no podía mudarse en ese momento. Estaba encinta de su quinto hijo, tenía un bebé de once meses y tres niños aún chicos.
Mi padre estaba construyendo la casa en Blanquillo, un pueblo del otro lado del río Negro, en Durazno.
En aquellas cavilaciones andaba, cuando llegó la madrina del pequeño bebé, con un camión muy grande. "Vengo a buscarla comadre, usted no puede quedarse aquí sola con todos esos niños", dijo. Por más que mi madre explicara que había muchas cosas que arreglar, que no se podía organizar una mudanza en un rato, la comadre comenzó a juntar todo.
El caso fue que, a la tardecita estábamos con los muebles y demás enseres, en su casa. Llevamos varios jaulones con pollos y gallinas; cajones de boniatos, zapallos y papas; ristras de cebollas y ajos; en fin, todo lo que había en el galpón, menos las herramientas grandes, arado, rastra y otras cosas como los recados y aperos de los caballos. Todo, menos a Tifón, el perro. No fue posible hacerlo subir al camión. El se quedó. No se sabe qué hizo cuando el agua alcanzó el techo de la vivienda, pero supimos que vivió muchos años con unos vecinos, después que nos fuimos del pueblo.
Algunos datos de esa época: haz clic acá.
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