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viernes, 22 de octubre de 2021

Otoño

Estoy mirando la ciudad mojada a través de los cristales empañados de la ventanilla. El paisaje pasa ante mis ojos, raudo y policromado. Cae dorado el otoño en hojas temblorosas, que vacilantes e indecisas se acomodan, cubriendo las veredas y calles de la ciudad. Es una alfombra movediza que el viento reacomoda a cada instante. Mariposas doradas que planean zigzagueantes de la copa al suelo, en un continuo deshojar, y dejan al descubierto los desnudos brazos grises de los árboles. El otoño, en todo su despliegue de colores, tapiza las veredas de hojas que nadie observa y todos pisotean, indiferentes a la belleza, a la gracia de la última danza que nos brinda cada una al caer.

Estoy absorta ante el encanto sutil de la lluvia y maravillada por la belleza de los colores, grises y dorados, que nos regala este día mojado. La gente se apresura y frunce el ceño. Todos pasan ensimismados, ausentes, en medio de este mundo encantado, de temblorosos paraguas, pies mojados y caras frías. La lluvia le impone un carácter de prisa al movimiento de los transeúntes.

Me gusta la lluvia. Observar un paisaje mojado, tiene una gracia que muchas veces no apreciamos. Cuando era muy joven el otoño me daba pena, me inspiraba cierta angustia, porque era el preludio del invierno, de las noches frías, del viento, de los días sin sol, de quedarse adentro. El invierno era un poco como morir. Ahora, los años han pasado. El otoño me gusta y también el invierno.

La vida me ha enseñado a gozar de las cosas simples, a disfrutar de lo cotidiano, a descubrir lo bueno en todo y en cada lugar y momento. Todo tiene belleza, o el encanto de su fealdad.




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