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sábado, 30 de octubre de 2021

El cruce del río (evacuados)




Mi padre, al otro lado, en el departamento de Durazno, había oído conversa­cio­nes en el pueblo, en cuanto a la creciente del río Negro, pero no pensó que fuera tan gra­ve. Se había criado a orillas de ese río y lo había visto crecer muchas veces, en tiempos de lluvias. Nunca hubiera imaginado que pudiera pasar algo como aquello. Cuando llegó al puerto y lo vio, le costó reconocerlo. Ese río de toda la vida, compañero de su in­fan­cia, se había con­vertido en un desconocido agresivo.

El cruce se realizaba en balsa que tran­spor­taba al ómnibus junto con los pasajeros. Ahí tuvo oportunidad de conversar con la gente. Solo se hablaba de lo que le había pasado a "fulano" y a "mengano". Al­gunos decían que el pueblo desapare­ce­ría, que se desin­tegraría y sería devora­do por el río. Todas eran noticias terri­bles: muchas fa­milias evacuadas, pérdidas totales de bienes y ani­ma­les. Entonces aumentó su preo­cupación por saber qué pasaba con los suyos.

A los dos días, la familia entera via­jó solo con lo más imprescindible. Los muebles y demás enseres llega­rían después, con la mudanza. Íbamos en la balsa, junto a muchas personas. Todos muy serios, algunos sentados sobre sus valijas. 

 El río se veía enorme y turbulento. Sus aguas siempre lim­pias, de un azul intenso como el cielo, es­taban marro­nes. Flotaba en esas aguas revueltas, una infinidad de cosas, a gran velocidad al lado del re­molca­dor, que se deslizaba rozan­do las últi­mas hojas de las copas de los árboles. El agua ha­bía des­trozado parte del cementerio y había ataúdes flo­tando en el río. Eso era lo más impresionante, la gente se persig­naba y rezaba entre so­llozos.

Mi hermano y yo no te­níamos miedo, al con­trario, nos di­ver­tía ver el río tan grande. Era lindo el viaje en esa especie de barquito que lo cruzaba. Una experien­cia nueva y fasci­nante. A cada momento gritábamos: ¡mira, una oveja!, ¡allá, allá… un cajón!, ¡mira, una gallina!, ¡el perro aquél, arr­iba de una tabla!, ¡mira ese árbol grandote como flota, se lo lleva la co­rriente, qué rápi­do! Y reíamos diverti­dos. Mamá nos hacía ca­llar. No comprendíamos por qué lloraba la gente y nuestros padres esta­ban tan serios.



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