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sábado, 8 de octubre de 2022

Una historia sin final (II)

 CAPITULO II

 En la casita de la playa.



Mónica ha ido en cada oportunidad que ha podido, hasta la casita de la playa. Cada vez que tiene una novela en manos, busca un momento de recogimiento y silencio. Con cuatro niños correteando que van y vienen por la casa en un movimiento continuo, es imposible tener un momento de concentración para poder escribir. Por eso, mientras ellos permanecen en la playa con su hermana, puede estar tranquila. Sabe que con Ana están mejor que con ella misma. Los cuatro quieren y respetan mucho a la tía. No le hacen travesuras y menos en el agua. Ana no les perdona, a la mínima desobediencia, "se termina la playa, vuelven a la casa y no hay más juegos. Ana sabe que Mónica está escribiendo y se ofrece a llevarlos a jugar un rato. Es un lugar precioso con la playa allí nomás. Puede verlos desde la ventana. Ana busca un lugar tranquilo, lejos de las rocas, donde puedan jugar sin riesgos. También están allí sus dos hijos, con edades muy similares a los suyos. Se llevan a las mil maravillas y se divierten. Se pierde en sus pensamientos mirando aquella playa. Hace tantos años, en su adolescencia venía con Andrés a este lugar, pasaban horas pintando o leyendo sus borradores, intercambiando ideas y definiendo personajes. Estuvo muy enamorada de él, pero nunca se lo dijo. Todavía recuerda su despedida en el aeropuerto cuando él viajó hacia Holanda, por trabajo. No pensó que se quedaría a vivir, que se casaría allá. Fue muy duro comprender que no la amaba como ella a él. Y como cada vez que piensa en Andrés, no puede evitar recordar aquella tarde. Hacía unos años que no se veían y él vino de visita para fin de año. Pasaron las fiestas juntos, en familia. Pero lo que se ha quedado a fuego en su recuerdo es aquella tarde en esa playa. Allí se amaron por única vez. Esa tarde cada uno supo cómo se sentían las manos del otro sobre su piel, cómo sabían sus besos, miles, muchos, muchos. No se dijeron “te amo”. No era necesario. Ella lo amó desde la adolescencia y pensó que él sentía lo mismo. Por eso, al enterarse que se casó en Holanda después de aquel viaje a Uruguay, no podía entenderlo. No entendía, hasta el día de hoy, por qué la besó y por qué hizo el amor con ella, si sabía que no volvería y que se casaría allá. Cada vez que recuerda aquel momento íntimo, irrepetible, no puede evitar sentir que fue humillada. Aquella playa, guarda en su paisaje, de alguna manera, la esencia de aquél día. Desde la ventana, mientras mira a sus hijos que juegan con los primos, piensa cómo hubiera sido su vida, si él no se hubiera ido y si hubieran podido amarse, estar juntos hasta hoy. De pronto se retira algo turbada, no debe pensar eso. No tiene sentido. Mira el escritorio. Vuelve al trabajo. Se sienta y relee lo escrito. De pronto, esta historia que cuenta ha perdido sentido. Respira profundo varias veces y se dispone a continuar. Se queda, no obstante, varios minutos estática ante el texto a medio escribir, quizás ordena pensamientos. Pone las manos sobre el teclado, pero permanece inmóvil. La saca de este estado el ruido de las voces y risas de los niños que vuelven. No aprovechó el tiempo que estuvieron en la playa. Se perdió en sus pensamientos y recuerdos. En fin. Algún día plasmará esa historia de amor en una novela. Pero cada vez que lo intenta, la emoción es muy fuerte y comprende que aún no ha tomado distancia del tema como para poder escribir con objetividad. Durante mucho tiempo lo extrañó. Echaba de menos, esos ratos que compartía con Andrés, cuando bajaban por el camino hacia esta misma playa y allí sobre las rocas colocaban sus caballetes y pasaban horas pintando, muchas veces, sin hablar, cada uno inmerso en su bastidor. 
La vida continuó su curso. También se casó, vinieron los hijos y volcó su empeño en sacarlos adelante. Un esfuerzo casi sin el apoyo de su marido. Un tipo indiferente a las necesidades de la casa y la familia. Ella es quien lleva toda la tarea. También se ocupa de lo que concierne a la atención y educación de los hijos. Él no participa en nada. Cada vez que hay que llevarlos al médico, al dentista, es ella quien se ocupa. Muchas son las oportunidades en que Mónica se pregunta por qué sigue casada con él. Y razona que no es malo, es trabajador y lo que gana lo deja en los gastos domésticos. Pero ella no puede contar con él para paseos, salidas de grupo, acompañarlos a la escuela, asistir a las fiestas o actividades escolares. Incluso cuando tuvo la presentación de su primera novela, que para ella fue un acontecimiento importantísimo, tampoco él asistió. Adujo que no entendía de esos temas, que se sentiría fuera de lugar. Otras veces dice que no quiere ir, o que tiene que reunirse con los amigos. Esas reuniones son en el bar. En varias oportunidades ha vuelto de allí, borracho. Ella ha tratado de minimizar la situación ante los hijos que por suerte todavía son pequeños y no prestan atención. En varias oportunidades le ha contado estos hechos a Susana, su amiga, quien le ha dicho que está muy claro que Augusto es alcohólico. Que debería buscar ayuda y tratar de salir de esa situación. Ha mencionado la posibilidad de divorcio. Mónica ha rechazado esa idea porque cree que no es para tanto, que él cambiará. Y en alguna oportunidad ha hablado claro con él, ofreciéndose para acompañarlo para tener alguna consulta médica, en busca de una cura para ese problema que ya se vislumbra. Él dice que no es alcohólico y que toma alguna copa con los amigos, nada más, le quita dramatismo al asunto. Ella respira resignada y se vuelca en su trabajo.

Su hermana, también le ha hablado de la posibilidad de un divorcio.  ¿Nunca pensaste en divorciarte? —dijo un día en que Mónica le contaba lo que pasaba con Augusto. Pero cada vez que lo veía llegar borracho, lo pensaba un instante y de inmediato lo rechazaba, segura de que hablaría con él cuando estuviera sobrio, lo entendería y buscaría ayuda. Cada vez que trató de hablarlo, él le restó importancia y prometía que ya no pasaría.

Sale de estas cavilaciones y empieza a ayudar a Ana que ya se dispone a preparar la mesa. Los niños están jubilosos de estar juntos y tienen tema de conversación para rato. Las hermanas acomodan sus sillas, apretadas entre ellos y la comida transcurre en un ambiente alegre y distendido. Ambas, se han ayudado siempre. Han sido muy unidas. Cada una sabe los problemas y necesidades de la otra. Entre ellas no hay secretos. Luego de la comida, ambas se encargan de recoger la mesa, los niños lavan los platos y guardan. Con ese trabajo en equipo la tarea fue apenas unos minutos. Luego, se van a jugar al patio exterior bajo los árboles. Las hermanas, se sientan a tomar un café.

—¿Pudiste aprovechar un rato para escribir? —preguntó Ana.

—No, casi nada. Es decir, nada. Me puse a mirar por la ventana y “me fui”. Cuando estoy acá recuerdo tanto a Andrés. Creo que sigo amándolo. No he podido olvidarme de él.

—Hace tanto tiempo que pasó aquello que ya deberías haberlo quitado de tu cabeza —dice Ana.

—Si... de mi cabeza, pero de mi corazón no lo he logrado. No he tenido más noticias que las que me ha contado su madre cada vez que nos vemos. Tiene dos hijos y está muy bien en Holanda. Se casó con una chica uruguaya y por lo visto es feliz. Está mal que lo diga, pero eso me da rabia, me da celos. No tiene sentido que diga esto, pero es lo que siento. Ella tuvo más suerte que yo. Logró casarse con él. Yo lo quise toda la vida y él solo me veía como una amiga.

—¿Estás segura que sólo como amiga?   —Dice Ana.  —¿Cómo explicas lo que pasó aquel día en esta playa?

—Muchas veces le he buscado una explicación, pero no lo entiendo. Después de esa visita, enseguida se casó, está claro que ya tenía la novia en Holanda.


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