CAPITULO I
Preparando el regreso
Mientras prepara el lienzo en el caballete, Andrés ya tiene en mente toda la imagen que allí plasmará. En la mesa, muy cerca, al alcance de la mano está todo dispuesto. Un florero de loza y otros recipientes repletos de pinceles de varios tamaños. Frascos y pomos de colores en grandes cantidades. Se respira en el ambiente el olor de las pinturas y barnices. Existe allí una especie de desorden con cierto sentido, aunque esto parezca incoherente. En un rincón, un escritorio con varios libros y cuadernos apilados, sin aparente orden. Una computadora, una impresora en una mesita auxiliar. En una estantería dispuesta en la pared contigua al escritorio, muchos libros bien ordenados y una antigua máquina de escribir mecánica. En el estante más bajo, varias cajas de diferentes tamaños, con etiquetas. Cerca de la ventana abierta de par en par, un sillón con el tapizado bastante viejo y gastado; una lámpara de pie, colocada casi tocando una pequeña mesa redonda con patas largas que tiene encima un enorme libro “gordo” que casi la cubre. Una música suave llena el lugar, invita a la calma. Andrés acerca un taburete alto y se encarama en él con un pincel ancho y chato en una mano y en la otra un gran pomo blanco. Mira absorto un rato el lienzo y de pronto comienza a dar fuertes pinceladas blancas.
Llegó a Holanda hace unos quince años. Trabaja duro en una fábrica donde su amigo de la infancia es encargado de personal. Este fue el primero de sus amigos en emigrar y también, quien lo convenció para que viajara a este país aunque solo fuera para conocer. Tanto le gustó que se quedó a vivir. Unos años más tarde, se casó y tuvo dos hijos. Pero, aun así, no puede evitar ese desasosiego que le invade cada poco tiempo, con una sensación de vacío que no logra explicar. Es un hombre corpulento y alto, de cabellos blancos, a pesar de su juventud. Esto le da aspecto de mayor. Su esposa, Sandra, dice que eso le da una apariencia muy interesante. Y como a ella le gusta ese aspecto de su marido cree que a todas las mujeres que se le acercan por cualquier motivo, también les gusta y se pone muy celosa.
Comienza a cubrir su lienzo con ese color base. Luego de un rato se detiene y permanece varios minutos mirando nada. Cada vez que se pierde en esos pensamientos, vuelve a sentir la necesidad de regresar. Ya hace un tiempo que lo viene pensando. No sabe cómo decirle a Sandra. Piensa que ella no querrá regresar. A pesar de que sus hijos son holandeses, quiere llevarlos a su país, quiere que crezcan en Uruguay. Hay momentos en que no soporta la distancia, la nostalgia. Echa de menos hasta los más insignificantes detalles. Imagina cómo plantear el tema para convencer a Sandra. A su vez, comprende que no debe dejar pasar mucho tiempo. Es necesario hacerlo mientras los niños son pequeños. Después, ya mayores, no querrán irse.Sandra es una mujer de rasgos delicados, figura pequeña y delgada. Se dirige al taller para avisarle que el almuerzo está listo. Se detiene al verlo absorto ante el caballete. Duda un instante, sabe que puede cortar ese hilo de inspiración que nunca entenderá. En ese momento él se acomoda en el taburete y apoya sus manos en las rodillas. Parece que se va a quedar así para siempre.
—El almuerzo está listo, amor —dice ella sin levantar la voz.
Andrés se vuelve.
—Pasa —dice —estaba pensando en ti.
Esto le encantó. Cada vez que lo ve frente a un lienzo, sabe que no piensa en ella.
—¿En mi...?
—Sí. Ven. Siéntate —dice al tiempo que le indica otro taburete.
—¿Pasa algo, amor? Te veo preocupado.
—Lo estoy. Pero no me pasa nada. Es que hace tiempo que quiero hablar algo contigo, pero no sé cómo lo vas a tomar.
—Dime. No me asustes.
—No es para asustarse. Es que... verás... Estoy pensando en volver a Uruguay. ¿Qué te parece a ti?
—¿Qué me parece? ¿Que, qué me parece? —dice ella casi gritando y riendo al mismo tiempo.
—Si.
—Me parece lo máximo. ¿Sabes cómo extraño yo nuestro mundito de allá?
—¡Ah! Me has dado una alegría. No me animaba a decírtelo por temor a que no quisieras volver. Además, deberíamos hacerlo ahora que los niños son pequeños todavía, porque cuando sean más grandes, tendrán más amigos, sus estudios, alguna novia y esas cosas, no querrán irse y nos tendríamos que quedar para siempre. Y no me veo envejeciendo lejos de mi país. Aunque esto parezca una tontería de retrógrados.
—Te entiendo y me encanta que me lo hayas dicho. ¿Cuándo crees que podríamos irnos?
—Esperaríamos que ellos terminen el año y nos iríamos en las vacaciones de verano. A ellos les va a encantar porque vamos a llegar allá en julio o agosto. Y no empezarán las clases hasta marzo. Ese tiempo lo utilizaremos en pasear un poco y enseñarles nuestro país. Y con el idioma no tendrán problema porque lo hablan en casa y en la escuela tienen clase de español. Verás que estarán encantados. Ya les hemos hablado tanto del Uruguay que casi lo conocen y les va a hacer mucha ilusión ir.
Desde ese momento empezaron a arreglar sus cosas y a vender lo que se pudiera, con tiempo. Poco a poco la casa se fue llenando de cajas que se iban ordenando etiquetadas, algunas eran para vender, otras para llevar con ellos y otras serían donadas. Al revés de lo que pudiera pensarse, ninguno de los dos tuvo dudas al desprenderse de tantos elementos que en varios años fueron acumulando en su casa en Holanda. Una tarde en que estaban guardando cosas del taller y de la casa, Sandra dijo:
—¿Sabes? Es muy raro, pero no me apena dejar nada de esto. En cambio, cuando decidí venirme a Holanda, era muy jovencita y a pesar de que tenía muchas ilusiones, pensaba estudiar y aprovechar otras oportunidades que allá no tenía, me costó mucho dejar mis cosas. Preparé varias cajas y le pedí a mi madre que me las guardara y no las regalara a nadie. Sabía que algún día volvería. Estoy segura que aún deben estar en casa de mis padres.
Y a partir de ese día Sandra tomó la hora de la mañana, en que los chicos estaban en la escuela, para ir organizando libros, ropas que no llevarían, juguetes que ya no utilizaban.
Transcurrían los días. Al mismo tiempo, el cuadro de Andrés iba tomando forma. Esa mañana, mientras él estaba en la fábrica, Sandra entró al taller para guardar libros en cajas que tenía etiquetadas a tal fin. Estuvo un rato en esa tarea. Después, se detuvo mirando el cuadro que permanecía cubierto por una tela de color azul. Andrés los mantenía así hasta que estaban terminados, listos para vender o exponer. Miró la hora en el reloj de la pared sobre el escritorio y comprobó que aún faltaba un buen rato para que él volviera. Se dirigió decidida hacia el cuadro y levantó la tela que lo cubría. Estaba hermoso, pero ella no valoraba eso. Sólo veía la silueta de una mujer que casi oculta detrás del follaje otoñal que, entre dorados, amarillos y ocres, llenaba casi la mitad del lienzo; la figura central de la escena era una mariposa que copiaba los colores casi exactos del árbol, mientras las hojas que caían, salpicaban un fondo de flores de distintos colores. Esto se destacaba sobre el cielo de un azul intenso. Sandra sintió que odiaba a esa mujer que casi oculta, dejaba ver un solo ojo que observaba muy abierto a la mariposa. Grandes hojas amarillas ocultaban en parte su rostro y el vestido blanco con algunos detalles en rosados y lilas. Hermosa. La odiaba más. Su marido pintaba en casi todos sus cuadros una mujer que no se parecía a ella. Eso la hacía sentir muy mal. ¿Por qué él no pintaba su imagen? ¿Es que esa mujer era alguien de su pasado? Esto le preocupaba y muchas veces lo había hablado con su mejor amiga, Rosario, quien a su vez, como sicóloga, le explicaba que los artistas pintan sus fantasías, son creativos.
—No significa que esa figura sea alguien especial —había dicho. —No te angusties, no es nada. Es más, es posible que esa figura femenina que con frecuencia aparece en sus cuadros, sea la personificación de “lo femenino” sin ser nada específico. Andrés te quiere. Confía en él.
Pero a pesar de todos sus consejos durante tanto tiempo, no había logrado dominar sus celos. Tomó el celular y le envió una foto del cuadro a Rosario. Casi al instante sonó el teléfono. Rosario se oía entusiasmada.
—Bellísimo, amiga. No me digas que no ves la belleza de ese cuadro. Es que Andrés es genial. Me encanta.
—Ya sé que está lindo. Pero me pone enferma ver esa figura de mujer en sus cuadros.
—Olvídalo. Y por favor, aprecia el talento de tu marido, Sandra. Es hermoso ese cuadro. Lo venderá enseguida.
Habló largo rato con Rosario, hasta que sintió el ruido del coche que entraba al jardín. Apenas tuvo tiempo de cortar la llamada, cubrir el cuadro y reanudar la tarea de acomodar los libros.
Andrés traía un gran rollo de papel de embalar.
—Hola. —Tierno, como de costumbre, la saludó con un beso en la mejilla y dejó el rollo sobre la mesa.
—Tengo casi vendido ese cuadro. Apenas lo terminé, le mandé una foto a Rodolfo, el de la Galería y me lo ha pedido. Dice que ya tiene un comprador. Así que este ya se va fresquito. ¿Quieres verlo?
—Claro.
Destapó el cuadro y se quedó mirándolo. Ella trató de demostrar admiración, aunque sus palabras no sonaron muy convincentes. Pero Andrés sabía que no comprendía su arte y que tenía celos de “sus mujeres”. Entonces hablaba sin prestar atención a la sonrisa forzada de Sandra. Después la abrazó y dijo con ternura:
—Tranquila. “Esta” ya se va, y nos traerá unos cuantos dólares.
Su risa despreocupada no pareció convencer a Sandra que miraba el cuadro con recelo. Era algo que escapaba a su voluntad. No podía evitar ese sentimiento de inseguridad que le producían las imágenes femeninas que pintaba su marido. Buscaba algún parecido a sí misma en esos cuadros y no lo encontraba. ¿Por qué no la pintaba a ella, o al menos, alguien que se le pareciera, aunque tan solo fuera en algún rasgo? No lo entendía y eso le producía un gran desasosiego.
Cada vez que Andrés la abrazaba cariñoso, se tranquilizaba, pero en su interior quedaba igual esa sensación desagradable, como de no ser ni siquiera digna de un cuadro. Rosario le había dicho que, por lo general, los artistas pintan fantasías, y no todos hacen retratos. Es muy común que tengan un tema recurrente como es el caso de Andrés, en los que en muchos de sus cuadros aparece una figura femenina, que no siempre es igual y se lo ha dicho hasta el cansancio. No es la misma mujer. Es más, muchas veces no se le ve el rostro porque, o está oculta, apenas insinuada como en este, o se encuentra de espaldas o de perfil donde el rostro no es identificable y son obras de gran belleza y encanto. Además, se venden muy bien. Se esfuerza en ver la belleza en ese cuadro. Es hermoso y la imagen que se insinúa detrás de todas esas hojas de otoño que caen, plasma una bella mujer. Se dice a sí misma que es hermoso y que se venderá enseguida. Esto la tranquiliza. La idea de ya no tener que verla, en cierta forma, le reconforta con una sensación casi de triunfo sobre la figura que pronto tendrá que irse, mientras ella se quedará con Andrés.