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lunes, 8 de mayo de 2023

¡Cuánto te extraño!

 


Hola. Tengo tanto para contarte. Han pasado muchas cosas buenas, lindas, desde que te fuiste. Cada día y en cada momento intenso, te pienso y quiero compartir eso contigo. Te has convertido en un Ángel que va siempre a mi lado, en silencio. A veces me detengo, te abrazo desde el alma, y no puedo evitar algunas lágrimas. Pero, enseguida me parece oírte diciéndome: “no seas boba, no llores”. Quedaron tantas cosas por hacer. Teníamos tantos planes. Creo que nunca podré dejar de llorar.

¡Cuánto te extraño!

jueves, 20 de abril de 2023

El encuentro.

 


 En un instante se removió el pasado. Con tan solo una mirada al grupo de personas que subían al ómnibus, lo reconocí y capté lo que aún no había cambiado de él. El mismo tono de cabello, aunque ahora, entrecano. Los mismos ojos, la boca. Igual que hace treinta y tantos años. El tiempo le había favorecido dándole un aire interesante. Al verlo no tuve dudas. Ese rostro, más ajado, era el mismo, con la misma piel delicada y suave. Seguía usando esa barba que tanto me gustaba.

Lo vi y un calor subió a mis venas. El corazón comenzó a latir con fuerza. Desvié la mirada. Hubiera querido ser invisible en ese instante. Rogaba en silencio que no me viera. No lo pude evitar, se detuvo casi enfrente. Yo miraba obstinadamente por la ventanilla sin querer volver la mirada, pero sentía sus ojos clavados en mi rostro.

Ahora no entiendo cómo viví tantos años sin verlo. ¿Dónde estaba mi sangre, esta que ahora corre ardiente en mis arterias? Mi cuerpo todo recuerda al instante, el calor de esos labios, el tacto de sus manos quemantes en la caricia amorosa. Su perfume, el roce de su barba tan suave en mi mejilla. ¿Cómo pude acallar todo en mi mente y vivir sin ello? Fueron más de treinta años pensando que lo había superado, que había olvidado. Y de pronto compruebo que todo está ahí tan vivo como entonces. Ya no soy la misma y sin embargo lo soy. Siento lo mismo, tan intenso como antes. Pasan los minutos y decido descender. Sin levantar la vista al ponerme de pie, paso delante de él dirigiéndome a la puerta. Siento sus ojos en la nuca y lucho con el deseo de mirarlo. No y no, me digo. Ya no.

Descendí del ómnibus unas paradas antes. Me dispuse a dar una caminata con el fin de calmar ese bullicio que ahora inundaba mi cabeza y mi corazón. Respiré profundo y caminé despacio. Pasé delante de una plaza muy enjardinada, sin un rumbo determinado, solo trataba de aquietar los pensamientos y tranquilizar mis nervios.

 ¡Hola!

¡No! ¡Me había seguido! Era ésta casi la misma escena de hace treinta y tantos años, con la diferencia que en aquel entonces estaba lloviendo y hablábamos por primera vez, mientras caminábamos bajo el mismo paraguas.

Ajustó su paso al mío y mirándome algo inclinado, ladeando la cabeza dijo:

—¿Ya no te acuerdas de mi?

 Hola. No… Fingí no reconocerlo. Entonces lo miré a la cara y respondí: ¡Ah! creo que te conozco de algún lado.

 De hace treinta y cuatro años, en Suárez. Soy… Mauricio

 Sí. Claro. ¿Cómo estás?

 Mejor que nunca ahora que te veo. Estás igual. No has cambiado.

—No. Los años han pasado y no han pasado en vano.

—Te han favorecido.

— Tú también estás igual. Ahora, conversando te reconozco. Sí, con unos años más… pero… igual.

Hubiera querido decir: tan hermoso como entonces y provocas en mí la misma emoción. Sin embargo, sólo dije:

    Sí, estás igual.

La vida me había enseñado a esconder mis emociones. Aprendí a decir: Estoy bien, aunque no lo estuviera. Para qué mostrar el dolor a los demás. Nadie podría solucionar mis penas. Así que lo mejor es no mostrarlas.

Comenzamos a caminar y a conversar, al principio con frases insulsas y cortadas que llevaban a respuestas de monosílabos, como: sí, no, ok, aja,

Los minutos transcurrieron, hasta que me tomó por el codo haciéndome girar para mirarme a los ojos, frente a frente. Otra vez, la escena se repite, casi como hace treinta y cuatro años.

No te he olvidado. No sé cómo viví todo este tiempo sin vos. – Yo pensaba lo mismo pero tuve mucho cuidado de no decirlo. Había sufrido demasiado. Ahora quería prolongar esta felicidad increíble que sentía.

Los recuerdos a veces hacen daño. Ese recurso de la mente que nos lleva a revivir una y otra vez todos nuestros actos que nos emocionan y nos amargan al mismo tiempo, se estaba regocijando nuevamente, jugueteando en mi pecho a punto de estallar y saltando en el brillo de sus ojos y en el temblor de su mano. Todo estaba allí otra vez. Sentí su mano en mi brazo y fue como si hubiera retrocedido treinta y cuatro años. Allí estábamos los dos con veinte y poquitos años, plenos de juventud, hermosos, con nuestra piel lozana y fresca, el rostro dulce, sin las amarguras que dejaron, sin duda, sus huellas en la comisura de los labios y alrededor de los ojos. Estos ojos que tanto habían llorado en aquella época. De pronto comprendí que la vida se encargó de alejarnos, y nos fue dando experiencias diversas, algunas muy buenas y otras muy dolorosas, las que fueron marcando nuestra conducta. Hoy cargamos ese bagaje, nos vemos distintos y no obstante somos los mismos. ¿Cuál será el propósito de este encuentro? Ya ninguno de los dos puede desandar el camino. Imposible volver al pasado. Nuestros caminos se habían separado por tanto tiempo, que no entendía cuál era la finalidad, o por qué ahora nuestros pasos se cruzaron. Sin duda, esto era una prueba. Me sentí como en una gran encrucijada. Él me tenía sujeta por el brazo y miraba profundamente en el fondo de mis ojos.

Nos quedamos así. Callados. Solo nos mirábamos. Fue como si el mundo se hubiera detenido.

Se inclinó de pronto, buscando un beso. Estuvo tan cerca. Seguía usando el mismo perfume. Ahora llevaba la barba un poco más corta. Esa barba casi rojiza que tanto me gustaba. Sobre el mentón estaba totalmente blanca. Tuve miedo y me retiré. No me atreví. En lo profundo de mi corazón sabía que si volvía a sentir la caricia de sus labios en los míos, ya no podría parar.

Y no quería revivir el pasado. Mejor así. Él formaba parte de una época que se fue, y de una historia que había dejado muy atrás. Al menos, eso pretendía.

          Todo había comenzado treinta y tantos años antes, alterando la rutina de una chica simple que sin cuestionar mucho su existencia, transcurría de forma insulsa por esta vida “sin pena ni gloria”.

martes, 18 de abril de 2023

Angel con alas de música


 Dios dibujó sus ojos, los más hermosos de cualquier ser humano. Trazó sus labios y los esculpió con la más grande perfección. Modeló las orejas y puso en sus oídos una delicadeza tal, que le permita oír las notas más sublimes. Cuando modeló su garganta con los trazos más suaves, puso en sus cuerdas vocales todas las posibilidades para emitir notas infinitas, hasta las nunca existentes en la historia de la humanidad. Completó su rostro con líneas perfectas, dándole a sus rasgos la expresividad más dulce, en un rostro precioso y viril. Cuando diseñó su cuerpo, allí colocó un cerebro privilegiado, un corazón fuerte y amoroso, una inteligencia superior. Cuando completó su trabajo, dándole un carácter, una forma de ser, de hablar, de andar, de bailar, de amar, sólo quería que ese ser fuera perfecto. Entonces, con el don del verbo, solamente dijo: "Hágase un Ángel cuyas alas sean la música y el canto." Y nació Dimash.

Ivalopano

sábado, 15 de abril de 2023

La consulta.

 


En la pequeña sala está todo listo. La lámpara sobre la mesita de la esquina alumbra sólo lo necesario; la música de fondo, suave, invita a la meditación o al menos, a la conversación franca.

Silva, acercó la silla, modificó un tanto la posición de las persianas y bajó un tono la música.

El timbre sonó puntual a las 17:00 horas. Abrió.

Ignacio se mostró sonriente, feliz del reencuentro con su terapeuta. Se veía nervioso. Se dirigió enseguida hacia el diván diciendo:

—Tengo muchas cosas para contarle "Doctora", pero no sé por dónde empezar.

—Sólo empiece por donde quiera, como pueda y de a poco se irá aclarando. Lo veo muy ansioso Ignacio. ¿Qué ha pasado en este tiempo?

—Sí. Me siento muy angustiado. Hay momentos en los que me echaría a llorar.

—Por lo que puedo ver, esta licencia no ha sido buena para usted.

—¡No! ¡Claro que no! Mi mejor amigo se suicidó. Eso no lo puedo entender. ¡Nunca lo entenderé! No sé por qué no habló conmigo. Teníamos buena confianza; él sabía mis problemas y yo los suyos. No sé qué pudo haberle pasado. Pienso y pienso y no encuentro una razón. 

—Generalmente, no se encuentran los motivos aparentes en estos hechos —dijo la Psicóloga— solo se pueden hacer conjeturas, pero nunca se llega al desencadenante de tal actitud. En casos así, rara vez el suicida lo habla con alguien. Quien toma esa decisión, lo hace de forma íntima, en soledad.

—A veces creo que tal vez él tuviera cosas para contarme, pero como cuando nos veíamos yo le contaba mis problemas, quizás no le di la atención que necesitaba —dijo Ignacio. —Me siento muy mal, me siento culpable porque tal vez en algún momento quiso contarme algo, y yo no le di la oportunidad de hablar. Tendría que haberlo escucharlo o quedarme a su lado en silencio, para darle la oportunidad de confiarme sus penas. Ahora lo recuerdo y me doy cuenta que cada vez que nos encontrábamos era yo quien hablaba, él me escuchaba y aconsejaba con tal paciencia y tan sabiamente como un padre. Pobre mi amigo, quién sabe cuántas veces necesitó mi apoyo y lo único que podía hacer era prestarme el suyo. ¡Qué egoísta he sido! ¿Cómo puedo aliviar esta culpa "Doctora"?

La Psicóloga escribía en su cuaderno cuanto contaba Ignacio. Levantó la vista. Lo miró. Él secaba unas lágrimas. 

—Si le hace bien llorar, tiene que hacerlo. Usted perdió un amigo que según me dijo, fue su mejor amigo. Tiene que llorarlo porque usted lo quiso mucho. No hay que reprimir el llanto ni sentir vergüenza por llorar. No debe culparse. Su amigo no contó sus problemas a nadie. Si usted era su mejor amigo y no le dijo nada, no fue porque usted no le diera la oportunidad. Si él hubiera querido contarle, lo hubiera hecho, no tenga dudas. Si a pesar de todo, siente que usted no hizo todo lo que hubiera querido por su amigo, no se castigue, perdónese. A veces debemos perdonarnos, porque no siempre sabemos actuar de la mejor forma. Perdonarse es muy sanador; uno se reconcilia consigo mismo.

—¿Cómo se hace eso?

—Desde el fondo de su corazón. Usted sabe que quiso mucho a su amigo y que si cometió un error fue de forma inconsciente. Es inocente. No hubo intención de no darle apoyo. Piense que quizás su amigo no quería ningún apoyo. Tal vez no lo habló con usted porque sabía que lo convencería y no le permitiría hacer lo que hizo.

—Sí, tal vez tenga razón. Si me hubiera contado, no lo hubiera dejado y me hubiera quedado a su lado el tiempo que fuera necesario.

Ahora no piense en lo que no hizo —dijo la Psicóloga— eso ya no se puede cambiar. Piense en todo lo bueno que vivieron, esos hechos que fueron creando ese vínculo que hace que usted diga que era su mejor amigo.

 Ignacio continuó largo rato contando cómo se conocieron en la escuela, cómo transcurrió la adolescencia. En una serie cada vez más espontánea surgían los recuerdos. Varias veces le embargó la emoción y se sacudió en llanto.

Transcurrida la hora, Silva le recomendó que para la próxima visita trajera una lista con las mejores anécdotas que recordara con su amigo.

Con un apretón de manos lo despidió en la puerta, como cada vez que finalizaba la consulta.

 Ignacio bajó la escalera que terminaba al fondo del corredor. Mientras caminaba por el pasillo rumbo a la puerta de salida, trataba de borrar las huellas del llanto, antes de salir a la calle.

—Me hace bien hablar con la "Doctora". En la próxima visita tengo que hablarle de Mónica. Necesito hablarlo con alguien. Ella me comprenderá.

Al llegar a la casa, su esposa, extrañada, le pregunta dónde estuvo toda la tarde. Él responde que había ido a la consulta con la Psicóloga.

—¿Otra vez? Hacía tiempo que no ibas. ¿Qué te pasó?

—Nada. O nada especial, pero sentí necesidad de hablar con alguien. Estoy angustiado, ella me escucha y aconseja. Me hace bien.

—Está bien. Si eso te sirve.

Ignacio volvió a sentirse solo. Los diálogos con su mujer son siempre así. Dos o tres frases y ella se desentiende del asunto. Ya no le interesa más nada. Él tiene necesidad de hablar de su amigo muerto. Tendría que hablar con Mónica. Ella lo escucha, lo mira a los ojos y sólo eso ya es suficiente para que se sienta bien. Muy bien. 

Mónica apareció en su vida un año antes, y desde entonces, es un hermoso calor en su sangre que sube al pecho y le ha devuelto la alegría de vivir. El día que supo que trabajaría con ella, sintió tocar el cielo con las manos, que, aunque sea una expresión gastada, sirve para ilustrar sus sentimientos. Ahora, todos los días tiene la oportunidad de verla. Están trabajando en un proyecto común. No importa el tiempo. A veces, puede estar dos o tres horas en su compañía. Aún no sabe cómo se lo dirá a la "Doctora", pero confía en que ella lo guiará, siempre le pasa igual, por difícil que sea lo que tiene para decir, al final, sale como de manera espontánea, y logra explicarse perfectamente. ¿Será que se explica bien, o que, a la "Doctora", con pocas palabras le es suficiente para entender de qué se trata? Ella le ayuda de manera increíble. 

Ahora, sentado en la biblioteca, en su casa, piensa y recuerda fragmentos de sus charlas con la terapeuta. Nunca ha tenido que explicar hasta el infinito sus problemas. Está seguro que en cuanto le refiera que ha encontrado una mujer que mueve sus fibras íntimas, que se siente vivo otra vez, y que se emociona al tomar sus manos, o al darle un beso, ella comprenderá. No hará preguntas.

 

martes, 18 de octubre de 2022

La valija (un sueño)

 


Soñé con una valija vieja y polvorienta, grande, muy llena (panzona). Estaba en medio de un desván vacío. El sol entraba a raudales desde un tragaluz oblicuo. En medio de la luz, la valija, parada en forma vertical y mostrando hacia mí, un lateral, una de las caras más angostas del prisma que formaba.

Enseguida la abrimos. Como un libro, cayeron ambas tapas hacia cada lado. Una nube de polvo o ceniza se dispersó en el aire. En apenas unos segundos, aún antes de salir de la sorpresa que esto nos causó, el polvo se aquietó dejando ver en el fondo de la maleta, un pequeño atado de papeles envueltos en nylon transparente, sujeto con una cinta o piola descolorida.

Quedé estupefacta. Al mismo tiempo, algo defraudada en mis expectativas ante aquella valija que parecía tan llena. Quizás esperaba encontrar allí muchas cosas, no sé qué, ni importa, pero mucha cantidad de lo que fuera; era grande y se veía como si estuviera repleta. No obstante, lo que llenaba esa maleta, casi no era nada, no tenía gran contenido. Solo ese atado de cartas, o documentos, quizás fotos, unos poemas. Nunca lo sabré.

A veces la vida es como esta valija llena de nada, donde tal vez lo valioso sean pequeños tesoros: una carta de amor, una canción, un dibujo, un poema, un pétalo de rosa, una fotografía.

 Ivalopano

 

 

 

viernes, 14 de octubre de 2022

Una historia sin final (VI)

 CAPITULO VI



Caminaban en silencio por la playa. Era la misma que los vio amarse en plena juventud. Hoy son casi ancianos. Volvían a hablar de aquél día después de 40 años. Ahí estaban, con sus figuras pesadas, algo encorvados, de la mano, como dos adolescentes.

—Siempre te voy a querer —dijo Andrés, de pronto.

—Yo también. —respondió Mónica.

Se quedaron en silencio, mirando a lo lejos. Habían esperado 40 años para decir que se querían. Otra vez resignaban su amor. Ambos tenían vidas diferentes. Habían formado cada cual, su familia; habían criado sus hijos y eran abuelos. Ya no podían cambiar las cosas, o no estaban dispuestos a cambiarlas, para no dañar a los demás. 

—He vivido toda la vida con un vacío sin llenar —dijo de pronto él. —Sandra no lo entiende. No comprende por qué no me siento feliz. Lee mis novelas, revisa mis cuadros, para descubrir de quién estoy enamorado. Me lo ha dicho. Se pone celosa de las protagonistas de todas mis novelas, que por supuesto, no se parecen a ella. Me lo ha planteado y le he dicho que lo que escribo es una novela, no una crónica de la vida real. No valora lo que hago. A pesar de que mis libros se leen y se venden muy bien, al igual que las pinturas, y han tenido buenas críticas, ella busca similitud con la realidad y se queda desconfiada, busca en mis personajes, una respuesta. No tiene motivos para quejarse, no le he fallado en nada. Trabajo arduo, pero no lo ve, solo se queja, siempre está desconforme.

—Supongo que algo de culpa tendrás allí. Quizás te enfocas demasiado en el trabajo y no le prestas atención.

—Trabajo mucho, sí, pero la trato bien, hemos criado nuestros hijos, me he portado bien, la he respetado.

—Pero ella siente que no te tiene, que no le perteneces de forma total.

—No puede tener celos de una novela o de una pintura, es una actitud infantil.

Se produce un silencio largo que luego de un rato, rompe Andrés.

—¿Y tú, qué has hecho?

—Yo… también he vivido con un vacío sin llenar, que por lo visto quedará así. He criado a mis hijos, también he trabajado sin descanso. Mi matrimonio terminó hace más de 10 años, pero recién hace un año me divorcié. El desgaste de los años o la pérdida del amor, no sé, fue lo que al final, me animó a terminar con eso. En mi caso, Augusto, no participaba en nada de lo que yo hacía, ni para criticarlo. Indiferencia total. No me acompañaba ni a la presentación de alguna novela. En cada evento estuve sin él. Mis hijos, en cambio, no se perdían uno. Nunca leyó nada de lo que yo escribí, no tiene idea de lo que dicen mis libros. Eso es muy feo y duele. 

Caminaban en silencio, inmerso cada uno en sus pensamientos. En un momento Andrés se detuvo y mirándola a los ojos dijo:

          —Me he dado cuenta que todo lo que he hecho ha sido un error. Todo lo he hecho mal. Me he equivocado en todo, he elegido mal en la vida —dijo muy serio.

          —Yo, en cambio, creo que no hay errores. Nada de lo que hacemos, carece de sentido. Todas las opciones que tenemos y las elecciones que hacemos, es lo que teníamos que hacer y estuvo bien así. A veces creemos que nos hemos equivocado, pero con el correr del tiempo, comprendemos que fue lo mejor que pudimos hacer y que fue para bien —dijo Mónica.  —Andrés, no dijo nada y se quedó mirándola con una sonrisa triste en su rostro. 

Caminaron un rato más en silencio y se detuvieron frente al mar. Los dos miraban al horizonte tomados de la mano, descalzos. De pronto, Andrés giró y se puso delante de ella, tiró de su mano y la atrajo en un solo movimiento. La envolvió en un abrazo muy apretado y la besó en los labios. Aquel beso que trataba de revivir los momentos de la juventud, se estaba produciendo ahí, en la misma playa. Sus labios se unieron con una sincronicidad absoluta. Mónica sintió que el tiempo no había pasado entre ellos, solo había hecho una larga pausa.

Las olas mojaban sus pies al llegar a la orilla y la arena se diluía debajo de ellos, obligándolos a corregir la postura en un acto reflejo, cada vez que sus pies se hundían en la arena.


(FIN)

Ivalopano

miércoles, 12 de octubre de 2022

Una historia sin final (V)

 CAPITULO V

El broche de nácar.



Han pasado los años. Los chicos ya son mayores y viven solos en la ciudad.

Sandra habla con su psicoterapeuta.

—Hace unos días, al volver a casa, luego de hacer unas compras, escuché voces y risas en el taller. Sabía que Andrés estaba pintando, pero me sorprendió que no estuviera solo. Es más, pensé que serían los chicos que habrían venido de visitaNo eran ellos. Era Mónica, su amiga de toda la vida. Cuando entré al taller, ambos observaban de cerca el lienzo que estaba en el caballete y hablaban con entusiasmo sobre alguna técnica. Desde la puerta los veía de espaldas, ella tenía el pelo recogido en una media cola con un broche de nácar con forma de mariposa; cada uno con un pincel en la mano señalaba el borde superior derecho del trabajo. Andrés explicaba y Mónica hacía movimientos sin tocar el lienzo. Entendí que allí había algo muy profundo, había una comprensión, una sintonía especial. No me oyeron entrar. Intenté hablar por encima del entusiasmo de ambos y justo en ese momento, ellos estallaron en risas y se confundieron en un abrazo apretado. Andrés levantó la vista, me vio. Se apresuró a soltar a Mónica y a presentármela, un poco tenso. Ella saludó con afecto, como si me conociera de mucho tiempo; me sorprendió porque no esperaba un saludo tan cálido. Traté de mostrarme amable, esforzándome por ser atenta y demostrar interés en la conversación. Es una mujer de aspecto muy seguro, aparenta tener unos sesenta años o más. Se ve arreglada, viste con buen gusto y es de trato alegre y ameno. Más tarde le mostré el jardín, el pequeño invernadero y conversamos largo rato sobre plantas y flores. Por momentos pensaba que la conocía de antes. De pronto ella miró el reloj y dijo que se tenía que ir. Andrés insistía para que se quedara a almorzar, pero ella declinó, y prometió que lo haría otro día. Al despedirse abrazó a Andrés como supongo que lo haría en sus épocas de adolescentes. El respondió con la misma efusividad, sin preocuparse de que yo lo observaba. Mónica se despidió de mí, también con un abrazo muy afectuoso, y me invitó a su casa.

—Tienes que ir un día de estos, a mi casa. —Dijo. —Verás las flores que cultivo, te van a encantar y puedes traer las que quieras para plantar aquí.

Agradecí, con sinceridad. Estaba, en cierta forma, cautivada por esa mujer. Es más, hasta por momentos me sentí mal, por tener pensamientos de desconfianza hacia ella. Es una buena amiga de toda la vida, me dije. Pero, aun así, me pone mal ver esa complicidad con Andrés, que yo, con tantos años de matrimonio, no he logrado. Cuando lo veo pintar, me parece un extraño, no conozco esa persona, siento que es alguien distinto y lejano. Es una sensación muy rara, porque desde que lo conocí, hace ya cuarenta años, lo he visto pintar casi a diario. Sé que me dirás que ya hemos trabajado sobre el tema de los celos. Lo entiendo. Los celos son sin fundamentos, se basan y crecen en lo que suponemos y no en lo que es la realidad. Lo sé. Pero no puedo dejar de sentirlo. De manera intelectual, lo comprendo, pero la emoción dice lo contrario. Bueno. El caso es que ahora, Mónica vive cerca, alquiló un pequeño apartamento a unos dos kilómetros de nuestra casa y la encontrarnos con frecuencia en el supermercado, o viene con un bosquejo para discutirlo con Andrés. Cada vez que ha venido a casa, trae algo para mí. Una vez, una planta, otra vez una mermelada casera, otro día un pequeño mantel pintado a mano. En fin, me demuestra empatía. Y me quedo “fuera de lugar”, porque no puedo corresponder con la misma amabilidad. Conversamos de cualquier cosa durante un rato, pero, como ella viene para hablar con Andrés, la dejo en el taller y me retiro. Es decir, me quedo un rato, miro lo que hacen, pero son temas que ellos entienden y yo no, por lo que opto por retirarme.

—Sandra —dice la psicóloga —en todos estos años Andrés no te ha dado motivos para creer que te pueda ser infiel. ¿Comprendes que esos fantasmas están sólo en tu imaginación? Hemos hablado muchas veces cómo actúan los celos en una relación de pareja. Lo hemos trabajado, sabes que te hacen ver las cosas más inverosímiles, como reales.

—Sí, lo sé. Necesitaba contarte lo que me pasa con Mónica. La observo y no encuentro nada que me haga pensar que entre ellos haya algo pecaminoso. Pero no puedo confiar en ella. A veces pienso que es mi intuición la que me advierte y me alerta. Y otras tantas, yo misma me recrimino por no poder alejar esos fantasmas de mi cabeza.

Luego de la sesión con la psicóloga, Sandra vuelve a su casa, a pie. A pesar que la consulta está a más de tres kilómetros, es una forma de distenderse y pensar en el asunto,  más tranquila. No obstante, se da cuenta que, de manera casi inconsciente, busca el parecido de Mónica con las mujeres de los cuadros que ha pintado Andrés y no puede asociar ningún rasgo parecido. Mientras camina, logra calmarse y asimilar los consejos de la psicóloga. De pronto, surge en su memoria, el broche de Mónica. Ese peinado con ese broche, lo ha visto en alguno de sus cuadros, y una mariposa en varias de sus pinturas aparece de una forma u otra. 

Ya en la casa, están sus hijos que acaban de llegar y charlan alegres con su padre. Esto hace que no vuelva a pensar en el tema. El resto de la tarde transcurre en un ambiente alegre y distendido.


martes, 11 de octubre de 2022

Una historia sin final (IV)

 CAPITULO IV 

El acercamiento.


Hasta que dejaron de verse, ambos leían los poemas o cuentos del otro. Luego, los años pasaron y cada uno, en su momento, comenzó a publicar y a ser muy leído. Otra coincidencia muy curiosa, lo hicieron con seudónimo y colocaron en lugar de una fotografía propia, la foto de uno de sus cuadros.

La primera vez que Mónica compró un libro de ese “autor”, le llamó la atención la fotografía. La imagen le era familiar. A Andrés le pasó casi lo mismo. Pensó que esa “escritora” decía las cosas de una manera muy parecida a Mónica. Pero ninguno de los dos sospechó siquiera quién se ocultaba tras ese seudónimo.

Pasaban los años y se encontraban de forma esporádica, en alguna reunión de fin de año. En cada encuentro, solo intercambiaban miradas furtivas que les permitía entender que ambos recordaban aquél lejano día en su juventud. No habían tenido la oportunidad de hablar de ello. En esas reuniones los temas eran generales y en grupo. Pero todas las veces, en cada encuentro se abrazaban muy fuerte y se miraban a los ojos. Nada más.

Por eso, se mostraron tan felices cuando la misma vida les dio la oportunidad de estar solos y hablar de sus cosas, de sus vidas, de sus familias y, por fin, de aquél día de playa tan lejano ya.

Uno de los tíos de Mónica, ha tenido un grave accidente de moto. Esto lo lleva al Sanatorio por varios días, en estado delicado. Andrés lo conoce desde la niñez. Este hombre es quien le regaló su primer caballete para pintar y sus primeros pinceles, cuando era un adolescente. Mantuvo siempre un contacto de amistad y afecto con él.

Coincidieron en el ascensor del sanatorio. Hacía varios años que no se veían. Allí iniciaron una charla sobre cosas triviales. Estuvieron con el enfermo un rato. Terminada la hora de visita, Andrés la invitó a tomar un café.

          —Vamos —dijo. —Tenemos tanto de qué hablar; hace años que no te veo.

          —Es cierto, yo me dejo atrapar por la rutina, el trabajo, la casa, y no me doy cuenta cómo pasa el tiempo.

Estuvieron largo rato y hablaron de sus cosas. En un momento ella miró el reloj, Andrés tomó sus manos sobre la mesa, sorprendiéndola.

          —No he olvidado aquél día en la playa, hace cuarenta años.

La tomó de sorpresa. No creía que él hablaría de aquello.

          —He conservado ese recuerdo muy profundo, en mi corazón, como algo muy hermoso —dijo él, de un tirón, como si hubiera esperado esa oportunidad y ahora era el momento.

          —¡Oh, qué bueno que lo dices. Siempre pensé que eso habría sido para ti una aventura sin importancia, —dijo ella, con un temblor en la voz.

          —No. Fue algo muy, muy lindo y lo llevo conmigo en un buen lugar, —respondió Andrés. Ella tuvo la impresión de que él tomó este momento como la oportunidad que había esperado en vano tantas veces en cada ocasión en que se encontraban o se veían por unos minutos, sin poder tener una charla en privado. Ahora no estaba dispuesto a perderla. Salieron y caminaron unos minutos hasta un parque. Allí, se sentaron y continuaron la charla. Ambos descubrieron que leían a cierto autor. Comentaron algunos de esos libros y de pronto estallaron en risas. Ninguno sabía el motivo de la risa del otro hasta que ambos dijeron quién era ese autor.

          —Es increíble. Las señales que existen en la vida y no las vemos. —Dijo Mónica. —Cada vez que leía uno de tus libros, me decía: “me encanta este autor…” y al mismo tiempo pensaba: este tipo, hizo lo mismo que yo, al poner la foto. —Y rieron abrazados un buen rato. Parecían los adolescentes de hace tantos años.

Antes de separarse Andrés le explicó dónde vivía actualmente y la invitó para que viera su taller.

Si te cuento dónde estoy viviendo, no lo vas a creer, le dijo.

— Sí, cuéntame.

— Cuando llegamos a Uruguay, en primer momento alquilamos un apartamento en Montevideo. Después empezamos a buscar un buen lugar. Ambos, queríamos cerca de la playa y con fondo para los niños. Luego de ver varios avisos en diferentes inmobiliarias, encontramos una casa que nos pareció amplia, con buen espacio al fondo, a media cuadra de la playa y a muy buen precio. Una tarde fuimos a verla y ambos dijimos: "es esta." No buscamos más y cerramos el trato enseguida. A los pocos días nos mudamos. El primer día que amanecimos en la casa nueva, me levanté temprano y salí para caminar por la playa. No lo podía creer!

— ¿Qué? — dijo Mónica.

— Era la misma playa. "Nuestra playa". El mismo lugar. ¡Estaba bajando a la playa por la misma calle que habíamos bajado nosotros hacía casi cuarenta años! ¡Estaba en el mismo lugar!

— ¡Increíble! — exclamó Mónica. — Es asombroso las cosas que tiene la vida. Todo el tiempo estamos rodeados de señales que no vemos o no interpretamos. Ahora tengo gran curiosidad por conocer tu casa.

— Bueno, ya sabes ahora dónde vivo. Cuando quieras pasa un rato, tengo montones de cuadros nuevos. En algún momento haré una exposición y espero que vengas y me ayudes a organizarlo como hacíamos cuando éramos chicos.

— Claro que sí. Cualquier día voy un rato y ya nos pondremos al día. Me encantó poder charlar tranquilamente después de tanto tiempo.

Se despidieron con un abrazo interminable, como lo hacían siempre. Esta sensación de reencuentro, de volver a tener esa afinidad, era algo muy parecido a la felicidad.



lunes, 10 de octubre de 2022

Una historia sin final (III)

 CAPITULO III

Una visita inesperada. A poco tiempo del regreso


Para Andrés y su familia, regresar fue muy fácil. Llegaron a Uruguay en pleno invierno, a mediados de julio. En Holanda empezaron las vacaciones de verano. Tal como lo habían planeado desde el primer momento, en cuanto empezaron las vacaciones, empacaron sus cosas y partieron. La alegría de los niños era indescriptible. Ya sabían muchas cosas de Uruguay a través del relato de sus padres, por lo que la curiosidad por ver todas esas maravillas que ellos contaban, los llenaba de entusiasmo. Ya habían alquilado un apartamento en Montevideo para el primer momento. Luego buscarían con calma un buen lugar para comprar una casa. En el aeropuerto los esperaban los padres de Andrés y de Sandra. Se dirigieron en primer momento a la casa de los padres de Sandra que contaba con mucho espacio y grandes patios para los niños jugar. Se quedarían unos días con ellos para que los abuelos disfrutaran también de sus nietos, antes de ubicarse en el apartamento de Montevideo.

Andrés se puso en contacto enseguida con sus antiguos compañeros, quienes organizaron un asado en casa de Carlos, otro de los amigos de toda la vida, quien a su vez es hermano de Mónica. Ella fue un amor secreto de su juventud. Amiga de todas las horas, compañera de lecturas y con quien compartía horas de pinturas y charlas interminables, hasta antes de irse del país. Ahí, en esa reunión de amigos, ya le ofrecieron trabajar en una empresa en la que trabajaba Carlos y dos de los otros muchachos. Según ellos, faltaban choferes. Andrés ya se había desempeñado como Chofer en la misma empresa antes de irse, así que fue muy fácil reinsertarse al trabajo.

Habían pasado algunos meses desde que empezó en la empresa. En uno de los viajes lo enviaron a La Ciudad de la Costa. Cuando entró en la zona, tuvo la necesidad de verla.

Y apareció en su puerta como la cosa más natural.

Hacía muchos años que no se veían. Mónica sabía algo de él, por lo que su madre le contaba en sus conversaciones. Pero no sabía que había regresado.

Andrés aparece en la casa de Mónica con cualquier excusa. No importa “iba de paso y llegué a saludar”. Apenas unos minutos, dice que no puede detenerse mucho, que lo esperan, que está trabajando.

—¿Estás trabajando?  —pregunta Mónica. —¿Volviste al país?  

—Sí. Ya hace unos meses que nos vinimos. Antes de que los chicos sean adolescentes, que es una edad en la que es más difícil separarlos de sus amigos y sus estudios. Llega un momento que a pesar de que se vive bien, la nostalgia te carcome el alma y tienes que regresar antes que te enfermes.

Es un momento precioso para los dos. Se abrazan con el cariño de siempre. Se miran a los ojos un instante y ambos saben que no olvidaron. Esos pocos minutos son suficientes para reactivar la emoción en su corazón. Fue una visita muy breve. Andrés se va con una tibieza muy agradable en el pecho. Siente que sigue vivo, que es capaz de experimentar ese cosquilleo en el estómago. ¡Ah, cómo le gusta esa mujer! No ha podido olvidarla. Recurre a este recuerdo que ha tratado de guardar con lujo de detalles en su memoria, cada vez que queda solo y en silencio. Rememora cada detalle, podría decir qué tenía puesto, cómo eran sus zapatos, sus manos, su peinado, su ropa, su perfume. Grabó todo para poder utilizarlo en su soledad, como un verdadero bálsamo que calmará su angustia.

Regresa a la casa a la hora acostumbrada. Pero hoy se siente feliz, entra sonriente. Saluda a sus hijos y le da un beso en la boca a Sandra.

—Hola —dice, con una sonrisa.

—Hola. — Responde ella —¿Qué ha pasado?

—¿Por qué?

—Te ves muy contento.

—Nada. Lo mismo de todos los días. ¿Qué has hecho de rico? —Se apura a cambiar de tema.

Ella, se alegra al verlo contento y no indaga más.

Esta alegría le mantendrá inspirado por varios días. Trabaja en una novela que no avanza casi. Sandra observa el detalle cada vez que entra al taller a limpiar. Este lugar, se parece mucho al que tenía en Holanda. Es, tanto taller para sus pinturas, como el lugar para el escritorio y biblioteca. Allí también escribe. Andrés acostumbra a imprimir cada vez que termina un capítulo. Así que ella puede ver que no ha avanzado. Al menos no hay nada nuevo sobre la mesa. Antes, no utilizaba computadora, y era más fácil fisgonear en sus temas. Ahora tiene que esperar que haya algo impreso, para espiar en su novela. Su actitud frente a este trabajo artístico de Andrés, es así, escudriña en secreto. Quiere descubrir algo que él oculte, y cada vez, se ve defraudada, no encuentra nada raro, salvo que las historias son fantasía, no hay nada que se parezca a ella o algún hecho que se parezca a su vida real.

La cena se realiza en un ambiente distendido. Los chicos se retiran antes y quedan ellos solos en la mesa. Durante un rato, la charla transcurre sobre temas domésticos, sin importancia. Al final, la conversación languidece y Andrés se levanta, ayuda a recoger la mesa.

—Voy a trabajar un rato en mis cosas —dice, y se retira al taller. Hoy continuará con su novela, se siente inspirado.

 Sandra lo ve entrar en ese lugar, y sabe que estará horas sumergido en sus cosas. Otra vez tiene esa sensación extraña que no puede definir. Es como si lo perdiera cada vez que él entra allí. Ella siente que en ese lugar, él está con alguien; sabe que es un fantasma, es un ser invisible que se lo roba cada vez que él pinta o escribe, incluso cuando lee o escucha música. Se aleja a otros mundos desconocidos para ella, en los que siente que no tiene lugar. Se mantiene con esa sensación mientras él permanece allí. Al fin, emerge a la realidad, abre aquella puerta y sale. Se ve tan tranquilo. Es el mismo, no ha cambiado, pero ella lo observa y trata de ver algún indicio, algo diferente en él. Sabe que mientras está allí, no está con ella, es un desconocido, es como si lo perdiera. Siente que no puede competir con las heroínas de sus novelas o las mujeres de sus cuadros y también intuye que no es ella quien inspira sus poemas de amor.

sábado, 8 de octubre de 2022

Una historia sin final (II)

 CAPITULO II

 En la casita de la playa.



Mónica ha ido en cada oportunidad que ha podido, hasta la casita de la playa. Cada vez que tiene una novela en manos, busca un momento de recogimiento y silencio. Con cuatro niños correteando que van y vienen por la casa en un movimiento continuo, es imposible tener un momento de concentración para poder escribir. Por eso, mientras ellos permanecen en la playa con su hermana, puede estar tranquila. Sabe que con Ana están mejor que con ella misma. Los cuatro quieren y respetan mucho a la tía. No le hacen travesuras y menos en el agua. Ana no les perdona, a la mínima desobediencia, "se termina la playa, vuelven a la casa y no hay más juegos. Ana sabe que Mónica está escribiendo y se ofrece a llevarlos a jugar un rato. Es un lugar precioso con la playa allí nomás. Puede verlos desde la ventana. Ana busca un lugar tranquilo, lejos de las rocas, donde puedan jugar sin riesgos. También están allí sus dos hijos, con edades muy similares a los suyos. Se llevan a las mil maravillas y se divierten. Se pierde en sus pensamientos mirando aquella playa. Hace tantos años, en su adolescencia venía con Andrés a este lugar, pasaban horas pintando o leyendo sus borradores, intercambiando ideas y definiendo personajes. Estuvo muy enamorada de él, pero nunca se lo dijo. Todavía recuerda su despedida en el aeropuerto cuando él viajó hacia Holanda, por trabajo. No pensó que se quedaría a vivir, que se casaría allá. Fue muy duro comprender que no la amaba como ella a él. Y como cada vez que piensa en Andrés, no puede evitar recordar aquella tarde. Hacía unos años que no se veían y él vino de visita para fin de año. Pasaron las fiestas juntos, en familia. Pero lo que se ha quedado a fuego en su recuerdo es aquella tarde en esa playa. Allí se amaron por única vez. Esa tarde cada uno supo cómo se sentían las manos del otro sobre su piel, cómo sabían sus besos, miles, muchos, muchos. No se dijeron “te amo”. No era necesario. Ella lo amó desde la adolescencia y pensó que él sentía lo mismo. Por eso, al enterarse que se casó en Holanda después de aquel viaje a Uruguay, no podía entenderlo. No entendía, hasta el día de hoy, por qué la besó y por qué hizo el amor con ella, si sabía que no volvería y que se casaría allá. Cada vez que recuerda aquel momento íntimo, irrepetible, no puede evitar sentir que fue humillada. Aquella playa, guarda en su paisaje, de alguna manera, la esencia de aquél día. Desde la ventana, mientras mira a sus hijos que juegan con los primos, piensa cómo hubiera sido su vida, si él no se hubiera ido y si hubieran podido amarse, estar juntos hasta hoy. De pronto se retira algo turbada, no debe pensar eso. No tiene sentido. Mira el escritorio. Vuelve al trabajo. Se sienta y relee lo escrito. De pronto, esta historia que cuenta ha perdido sentido. Respira profundo varias veces y se dispone a continuar. Se queda, no obstante, varios minutos estática ante el texto a medio escribir, quizás ordena pensamientos. Pone las manos sobre el teclado, pero permanece inmóvil. La saca de este estado el ruido de las voces y risas de los niños que vuelven. No aprovechó el tiempo que estuvieron en la playa. Se perdió en sus pensamientos y recuerdos. En fin. Algún día plasmará esa historia de amor en una novela. Pero cada vez que lo intenta, la emoción es muy fuerte y comprende que aún no ha tomado distancia del tema como para poder escribir con objetividad. Durante mucho tiempo lo extrañó. Echaba de menos, esos ratos que compartía con Andrés, cuando bajaban por el camino hacia esta misma playa y allí sobre las rocas colocaban sus caballetes y pasaban horas pintando, muchas veces, sin hablar, cada uno inmerso en su bastidor. 
La vida continuó su curso. También se casó, vinieron los hijos y volcó su empeño en sacarlos adelante. Un esfuerzo casi sin el apoyo de su marido. Un tipo indiferente a las necesidades de la casa y la familia. Ella es quien lleva toda la tarea. También se ocupa de lo que concierne a la atención y educación de los hijos. Él no participa en nada. Cada vez que hay que llevarlos al médico, al dentista, es ella quien se ocupa. Muchas son las oportunidades en que Mónica se pregunta por qué sigue casada con él. Y razona que no es malo, es trabajador y lo que gana lo deja en los gastos domésticos. Pero ella no puede contar con él para paseos, salidas de grupo, acompañarlos a la escuela, asistir a las fiestas o actividades escolares. Incluso cuando tuvo la presentación de su primera novela, que para ella fue un acontecimiento importantísimo, tampoco él asistió. Adujo que no entendía de esos temas, que se sentiría fuera de lugar. Otras veces dice que no quiere ir, o que tiene que reunirse con los amigos. Esas reuniones son en el bar. En varias oportunidades ha vuelto de allí, borracho. Ella ha tratado de minimizar la situación ante los hijos que por suerte todavía son pequeños y no prestan atención. En varias oportunidades le ha contado estos hechos a Susana, su amiga, quien le ha dicho que está muy claro que Augusto es alcohólico. Que debería buscar ayuda y tratar de salir de esa situación. Ha mencionado la posibilidad de divorcio. Mónica ha rechazado esa idea porque cree que no es para tanto, que él cambiará. Y en alguna oportunidad ha hablado claro con él, ofreciéndose para acompañarlo para tener alguna consulta médica, en busca de una cura para ese problema que ya se vislumbra. Él dice que no es alcohólico y que toma alguna copa con los amigos, nada más, le quita dramatismo al asunto. Ella respira resignada y se vuelca en su trabajo.

Su hermana, también le ha hablado de la posibilidad de un divorcio.  ¿Nunca pensaste en divorciarte? —dijo un día en que Mónica le contaba lo que pasaba con Augusto. Pero cada vez que lo veía llegar borracho, lo pensaba un instante y de inmediato lo rechazaba, segura de que hablaría con él cuando estuviera sobrio, lo entendería y buscaría ayuda. Cada vez que trató de hablarlo, él le restó importancia y prometía que ya no pasaría.

Sale de estas cavilaciones y empieza a ayudar a Ana que ya se dispone a preparar la mesa. Los niños están jubilosos de estar juntos y tienen tema de conversación para rato. Las hermanas acomodan sus sillas, apretadas entre ellos y la comida transcurre en un ambiente alegre y distendido. Ambas, se han ayudado siempre. Han sido muy unidas. Cada una sabe los problemas y necesidades de la otra. Entre ellas no hay secretos. Luego de la comida, ambas se encargan de recoger la mesa, los niños lavan los platos y guardan. Con ese trabajo en equipo la tarea fue apenas unos minutos. Luego, se van a jugar al patio exterior bajo los árboles. Las hermanas, se sientan a tomar un café.

—¿Pudiste aprovechar un rato para escribir? —preguntó Ana.

—No, casi nada. Es decir, nada. Me puse a mirar por la ventana y “me fui”. Cuando estoy acá recuerdo tanto a Andrés. Creo que sigo amándolo. No he podido olvidarme de él.

—Hace tanto tiempo que pasó aquello que ya deberías haberlo quitado de tu cabeza —dice Ana.

—Si... de mi cabeza, pero de mi corazón no lo he logrado. No he tenido más noticias que las que me ha contado su madre cada vez que nos vemos. Tiene dos hijos y está muy bien en Holanda. Se casó con una chica uruguaya y por lo visto es feliz. Está mal que lo diga, pero eso me da rabia, me da celos. No tiene sentido que diga esto, pero es lo que siento. Ella tuvo más suerte que yo. Logró casarse con él. Yo lo quise toda la vida y él solo me veía como una amiga.

—¿Estás segura que sólo como amiga?   —Dice Ana.  —¿Cómo explicas lo que pasó aquel día en esta playa?

—Muchas veces le he buscado una explicación, pero no lo entiendo. Después de esa visita, enseguida se casó, está claro que ya tenía la novia en Holanda.


viernes, 7 de octubre de 2022

Una historia sin final (I)

 CAPITULO I



Preparando el regreso

            Mientras prepara el lienzo en el caballete, Andrés ya tiene en mente toda la imagen que allí plasmará. En la mesa, muy cerca, al alcance de la mano está todo dispuesto. Un florero de loza y otros recipientes repletos de pinceles de varios tamaños. Frascos y pomos de colores en grandes cantidades. Se respira en el ambiente el olor de las pinturas y barnices. Existe allí una especie de desorden con cierto sentido, aunque esto parezca incoherente. En un rincón, un escritorio con varios libros y cuadernos apilados, sin aparente orden. Una computadora, una impresora en una mesita auxiliar. En una estantería dispuesta en la pared contigua al escritorio, muchos libros bien ordenados y una antigua máquina de escribir mecánica. En el estante más bajo, varias cajas de diferentes tamaños, con etiquetas. Cerca de la ventana abierta de par en par, un sillón con el tapizado bastante viejo y gastado; una lámpara de pie, colocada casi tocando una pequeña mesa redonda con patas largas que tiene encima un enorme libro “gordo” que casi la cubre. Una música suave llena el lugar, invita a la calma. Andrés acerca un taburete alto y se encarama en él con un pincel ancho y chato en una mano y en la otra un gran pomo blanco. Mira absorto un rato el lienzo y de pronto comienza a dar fuertes pinceladas blancas.

Llegó a Holanda hace unos quince años. Trabaja duro en una fábrica donde su amigo de la infancia es encargado de personal. Este fue el primero de sus amigos en emigrar y también, quien lo convenció para que viajara a este país aunque solo fuera para conocer. Tanto le gustó que se quedó a vivir. Unos años más tarde, se casó y tuvo dos hijos. Pero, aun así, no puede evitar ese desasosiego que le invade cada poco tiempo, con una sensación de vacío que no logra explicar. Es un hombre corpulento y alto, de cabellos blancos, a pesar de su juventud. Esto le da aspecto de mayor. Su esposa, Sandra, dice que eso le da una apariencia muy interesante. Y como a ella le gusta ese aspecto de su marido cree que a todas las mujeres que se le acercan por cualquier motivo, también les gusta y se pone muy celosa.

Comienza a cubrir su lienzo con ese color base. Luego de un rato se detiene y permanece varios minutos mirando nada. Cada vez que se pierde en esos pensamientos, vuelve a sentir la necesidad de regresar. Ya hace un tiempo que lo viene pensando. No sabe cómo decirle a Sandra. Piensa que ella no querrá regresar. A pesar de que sus hijos son holandeses, quiere llevarlos a su país, quiere que crezcan en Uruguay. Hay momentos en que no soporta la distancia, la nostalgia. Echa de menos hasta los más insignificantes detalles. Imagina cómo plantear el tema para convencer a Sandra. A su vez, comprende que no debe dejar pasar mucho tiempo. Es necesario hacerlo mientras los niños son pequeños. Después, ya mayores, no querrán irse.

Sandra es una mujer de rasgos delicados, figura pequeña y delgada. Se dirige al taller para avisarle que el almuerzo está listo. Se detiene al verlo absorto ante el caballete. Duda un instante, sabe que puede cortar ese hilo de inspiración que nunca entenderá. En ese momento él se acomoda en el taburete y apoya sus manos en las rodillas. Parece que se va a quedar así para siempre.

—El almuerzo está listo, amor —dice ella sin levantar la voz.

Andrés se vuelve.

—Pasa —dice —estaba pensando en ti.

Esto le encantó. Cada vez que lo ve frente a un lienzo, sabe que no piensa en ella.

—¿En mi...?

—Sí. Ven. Siéntate —dice al tiempo que le indica otro taburete.

—¿Pasa algo, amor? Te veo preocupado.

—Lo estoy. Pero no me pasa nada. Es que hace tiempo que quiero hablar algo contigo, pero no sé cómo lo vas a tomar.

—Dime. No me asustes.

—No es para asustarse. Es que... verás... Estoy pensando en volver a Uruguay. ¿Qué te parece a ti?

—¿Qué me parece? ¿Que, qué me parece? —dice ella casi gritando y riendo al mismo tiempo.

—Si.

—Me parece lo máximo. Sabes cómo extraño yo nuestro mundito de allá.

—¡Ah! Me has dado una alegría. No me animaba a decírtelo por temor a que no quisieras volver. Además, deberíamos hacerlo ahora que los niños son pequeños todavía, porque cuando sean más grandes, tendrán más amigos, sus estudios, alguna novia y esas cosas, no querrán irse y nos tendríamos que quedar para siempre. Y no me veo envejeciendo lejos de mi país. Aunque esto parezca una tontería de retrógrados.

—Te entiendo y me encanta que me lo hayas dicho. ¿Cuándo crees que podríamos irnos?

—Esperaríamos que ellos terminen el año y nos iríamos en las vacaciones de verano. A ellos les va a encantar porque vamos a llegar allá en julio o agosto. Y no empezarán las clases hasta marzo. Ese tiempo lo utilizaremos en pasear un poco y enseñarles nuestro país. Y con el idioma no tendrán problema porque lo hablan en casa y en la escuela tienen clase de español. Verás que estarán encantados. Ya les hemos hablado tanto del Uruguay que casi lo conocen y les va a hacer mucha ilusión ir.

Desde ese momento empezaron a arreglar sus cosas y a vender lo que se pudiera, con tiempo. Poco a poco la casa se fue llenando de cajas que se iban ordenando etiquetadas, algunas eran para vender, otras para llevar con ellos y otras serían donadas. Al revés de lo que pudiera pensarse, ninguno de los dos tuvo dudas al desprenderse de tantos elementos que en varios años fueron acumulando en su casa en Holanda. Una tarde en que estaban guardando cosas del taller y de la casa, Sandra dijo:

—¿Sabes? Es muy raro, pero no me apena dejar nada de esto. En cambio, cuando decidí venirme a Holanda, era muy jovencita y a pesar de que tenía muchas ilusiones, pensaba estudiar y aprovechar otras oportunidades que allá no tenía, me costó mucho dejar mis cosas. Preparé varias cajas y le pedí a mi madre que me las guardara y no las regalara a nadie. Sabía que algún día volvería. Estoy segura que aún deben estar en casa de mis padres.

Y a partir de ese día Sandra tomó la hora de la mañana, en que los chicos estaban en la escuela, para ir organizando libros, ropas que no llevarían, juguetes que ya no utilizaban.

Transcurrían los días. Al mismo tiempo, el cuadro de Andrés iba tomando forma. Esa mañana, mientras él estaba en la fábrica, Sandra entró al taller para guardar libros en cajas que tenía etiquetadas a tal fin. Estuvo un rato en esa tarea. Después, se detuvo mirando el cuadro que permanecía cubierto por una tela de color azul. Andrés los mantenía así hasta que estaban terminados, listos para vender o exponer. Miró la hora en el reloj de la pared sobre el escritorio y comprobó que aún faltaba un buen rato para que él volviera. Se dirigió decidida hacia el cuadro y levantó la tela que lo cubría. Estaba hermoso, pero ella no valoraba eso. Sólo veía la silueta de una mujer que casi oculta detrás del follaje otoñal que, entre dorados, amarillos y ocres, llenaba casi la mitad del lienzo; la figura central de la escena era una mariposa que copiaba los colores casi exactos del árbol, mientras las hojas que caían, salpicaban un fondo de flores de distintos colores. Esto se destacaba sobre el cielo de un azul intenso. Sandra sintió que odiaba a esa mujer que casi oculta, dejaba ver un solo ojo que observaba muy abierto a la mariposa. Grandes hojas amarillas ocultaban en parte su rostro y el vestido blanco con algunos detalles en rosados y lilas. Hermosa. La odiaba más. Su marido pintaba en casi todos sus cuadros una mujer que no se parecía a ella. Eso la hacía sentir muy mal. ¿Por qué él no pintaba su imagen? ¿Es que esa mujer era alguien de su pasado? Esto le preocupaba y muchas veces lo había hablado con su mejor amiga, Rosario, quien a su vez, como sicóloga, le explicaba que los artistas pintan sus fantasías, son creativos.

—No significa que esa figura sea alguien especial —había dicho. —No te angusties, no es nada. Es más, es posible que esa figura femenina que con frecuencia aparece en sus cuadros, sea la personificación de “lo femenino” sin ser nada específico. Andrés te quiere. Confía en él.

Pero a pesar de todos sus consejos durante tanto tiempo, no había logrado dominar sus celos. Tomó el celular y le envió una foto del cuadro a Rosario. Casi al instante sonó el teléfono. Rosario se oía entusiasmada.

—Bellísimo, amiga. No me digas que no ves la belleza de ese cuadro. Es que Andrés es genial. Me encanta.

—Ya sé que está lindo. Pero me pone enferma ver esa figura de mujer en sus cuadros.

—Olvídalo. Y por favor, aprecia el talento de tu marido, Sandra. Es hermoso ese cuadro. Lo venderá enseguida.

Habló largo rato con Rosario, hasta que sintió el ruido del coche que entraba al jardín. Apenas tuvo tiempo de cortar la llamada, cubrir el cuadro y reanudar la tarea de acomodar los libros.

Andrés traía un gran rollo de papel de embalar. 

—Hola. —Tierno, como de costumbre, la saludó con un beso en la mejilla y dejó el rollo sobre la mesa.

—Tengo casi vendido ese cuadro. Apenas lo terminé, le mandé una foto a Rodolfo, el de la Galería y me lo ha pedido. Dice que ya tiene un comprador. Así que este ya se va fresquito. ¿Quieres verlo?

—Claro.

Destapó el cuadro y se quedó mirándolo. Ella trató de demostrar admiración, aunque sus palabras no sonaron muy convincentes. Pero Andrés sabía que no comprendía su arte y que tenía celos de “sus mujeres”. Entonces hablaba sin prestar atención a la sonrisa forzada de Sandra. Después la abrazó y dijo con ternura:

—Tranquila. “Esta” ya se va, y nos traerá unos cuantos dólares.

Su risa despreocupada no pareció convencer a Sandra que miraba el cuadro con recelo. Era algo que escapaba a su voluntad. No podía evitar ese sentimiento de inseguridad que le producían las imágenes femeninas que pintaba su marido. Buscaba algún parecido a sí misma en esos cuadros y no lo encontraba. ¿Por qué no la pintaba a ella, o al menos, alguien que se le pareciera, aunque tan solo fuera en algún rasgo? No lo entendía y eso le producía un gran desasosiego.

Cada vez que Andrés la abrazaba cariñoso, se tranquilizaba, pero en su interior quedaba igual esa sensación desagradable, como de no ser ni siquiera digna de un cuadro. Rosario le había dicho que, por lo general, los artistas pintan fantasías, y no todos hacen retratos. Es muy común que tengan un tema recurrente como es el caso de Andrés, en los que en muchos de sus cuadros aparece una figura femenina, que no siempre es igual y se lo ha dicho hasta el cansancio. No es la misma mujer. Es más, muchas veces no se le ve el rostro porque, o está oculta, apenas insinuada como en este, o se encuentra de espaldas o de perfil donde el rostro no es identificable y son obras de gran belleza y encanto. Además, se venden muy bien. Se esfuerza en ver la belleza en ese cuadro. Es hermoso y la imagen que se insinúa detrás de todas esas hojas de otoño que caen, plasma una bella mujer. Se dice a sí misma que es hermoso y que se venderá enseguida. Esto la tranquiliza. La idea de ya no tener que verla, en cierta forma, le reconforta con una sensación casi de triunfo sobre la figura que pronto tendrá que irse, mientras ella se quedará con Andrés.

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