VER

domingo, 31 de octubre de 2021

A veces

 


A veces, sólo puedo escribir

palabras sueltas, sin sentido;

formas abstractas del sonido;

y de pronto me veo discurrir

por lugares abiertos,

sobre la palma de la mano,

vagando por valles desiertos…

A veces, sólo puedo sentir

el sonido del viento,

soplando sobre las persianas

entreabiertas de la ventana.

Otras, me alejo despacio

para lograr la perspectiva necesaria.

Pero, siempre, en la bruma

de los sueños y la distancia,

está esa tibieza del alma

que vuelve, que late y palpita.

Lo sutil, lo leve y lo abstracto,

se unen, se juntan y potencian

en una larga lista.

Ivalopano

 

sábado, 30 de octubre de 2021

El cruce del río (evacuados)




Mi padre, al otro lado, en el departamento de Durazno, había oído conversa­cio­nes en el pueblo, en cuanto a la creciente del río Negro, pero no pensó que fuera tan gra­ve. Se había criado a orillas de ese río y lo había visto crecer muchas veces, en tiempos de lluvias. Nunca hubiera imaginado que pudiera pasar algo como aquello. Cuando llegó al puerto y lo vio, le costó reconocerlo. Ese río de toda la vida, compañero de su in­fan­cia, se había con­vertido en un desconocido agresivo.

El cruce se realizaba en balsa que tran­spor­taba al ómnibus junto con los pasajeros. Ahí tuvo oportunidad de conversar con la gente. Solo se hablaba de lo que le había pasado a "fulano" y a "mengano". Al­gunos decían que el pueblo desapare­ce­ría, que se desin­tegraría y sería devora­do por el río. Todas eran noticias terri­bles: muchas fa­milias evacuadas, pérdidas totales de bienes y ani­ma­les. Entonces aumentó su preo­cupación por saber qué pasaba con los suyos.

A los dos días, la familia entera via­jó solo con lo más imprescindible. Los muebles y demás enseres llega­rían después, con la mudanza. Íbamos en la balsa, junto a muchas personas. Todos muy serios, algunos sentados sobre sus valijas. 

 El río se veía enorme y turbulento. Sus aguas siempre lim­pias, de un azul intenso como el cielo, es­taban marro­nes. Flotaba en esas aguas revueltas, una infinidad de cosas, a gran velocidad al lado del re­molca­dor, que se deslizaba rozan­do las últi­mas hojas de las copas de los árboles. El agua ha­bía des­trozado parte del cementerio y había ataúdes flo­tando en el río. Eso era lo más impresionante, la gente se persig­naba y rezaba entre so­llozos.

Mi hermano y yo no te­níamos miedo, al con­trario, nos di­ver­tía ver el río tan grande. Era lindo el viaje en esa especie de barquito que lo cruzaba. Una experien­cia nueva y fasci­nante. A cada momento gritábamos: ¡mira, una oveja!, ¡allá, allá… un cajón!, ¡mira, una gallina!, ¡el perro aquél, arr­iba de una tabla!, ¡mira ese árbol grandote como flota, se lo lleva la co­rriente, qué rápi­do! Y reíamos diverti­dos. Mamá nos hacía ca­llar. No comprendíamos por qué lloraba la gente y nuestros padres esta­ban tan serios.



viernes, 29 de octubre de 2021

Inundaciones

 


Era el año 1959. Un día de otoño, a fines de marzo, comenzó a llover y continuó no sé por cuánto tiempo. En mis recuerdos están todos los momentos, hasta los más preocupantes, pintados con la luz y la alegría de los inocentes seis años; con la ingenuidad de esa edad, que no permite comprender la gravedad de algunos hechos. 

Llovía. Jugaba con mis hermanos bajo la lluvia. Chapaleábamos descalzos por el campo; al caer con fuerza en algún charco, hacíamos saltar el agua entre risas y gritos de placer; nos levantábamos y seguíamos corriendo, a cada paso, más empapados. El agua chorreaba por el rostro, tapándonos, a veces, los ojos. Nos divertía bebernos el agua que corría por la cara; manotear un poco para despejar los ojos y seguir incansables, saltando y corriendo entre gritos y risas, hasta que mamá ponía fin al juego, llamándonos a secarnos, antes que tomáramos un enfriamiento. No recuerdo haber tenido frío durante esos juegos.

Cuando en algún momento, paraba la lluvia y salía por intervalos, el sol, jugábamos en el campo ya inundado por el río. Estaba a pocos metros de la casa. Me gustaba tenerlo dentro de la huerta y entre los naranjales. Pero, me angustiaba verlo avanzar hasta alcanzar las "bocas" de los hornos de ladrillos de mi padre; ver cómo crecía hasta cubrir las "pilas de adobe", prontos para la "quema"

A veces pescaba con mi hermano. Con una cañita y anzuelos sacábamos algún pejerrey, ahí nomás, casi frente a la puerta.

Después, bajó la temperatura y no podíamos salir. Entonces mamá cocinaba boniatos al vapor. ¡Qué ricos! Eran de la cosecha sacada justo a tiempo, antes que empezara a llover. En algún momento, mi hermano y yo salíamos corriendo bajo la lluvia, y manoteábamos alguna mandarina que pendía del arbolito, frente a la puerta de la cocina, al alcance de la mano. Estaba aún sin madurar, pero sí, lo suficientemente dulce y olorosa como para comerla entre chasquidos y "caras agrias".

En la tarde dejaba de llover y salía el sol un rato. Pero el río seguía avanzando a gran velocidad.

Un día, llegó un agente policial y estuvo conversando con mi madre, tratando de convencerla para que saliera con tiempo de allí, que fuera para el centro del pueblo. Dijo que el agua llegaría a cubrir la casa, que tendríamos que ser evacuados. Mi madre miraba todo lo que tenía que sacar de la casa y pensaba que no podía mudarse en ese momento. Estaba encinta de su quinto hijo, tenía un bebé de once meses y tres niños aún chicos.

Mi padre estaba construyendo la casa en Blanquillo, un pueblo del otro lado del río Negro, en Durazno.

En aquellas cavilaciones andaba, cuando llegó la madrina del pequeño bebé, con un camión muy grande. "Vengo a buscarla comadre, usted no puede quedarse aquí sola con todos esos niños", dijo. Por más que mi madre explicara que había muchas cosas que arreglar, que no se podía organizar una mudanza en un rato, la comadre comenzó a juntar todo. 

El caso fue que, a la tardecita estábamos con los muebles y demás enseres, en su casa. Llevamos varios jaulones con pollos y gallinas; cajones de boniatos, zapallos y papas; ristras de cebollas y ajos; en fin, todo lo que había en el galpón, menos las herramientas grandes, arado, rastra y otras cosas como los recados y aperos de los caballos. Todo, menos a Tifón, el perro. No fue posible hacerlo subir al camión. El se quedó. No se sabe qué hizo cuando el agua alcanzó el techo de la vivienda, pero supimos que vivió muchos años con unos vecinos, después que nos fuimos del pueblo.

Algunos datos de esa época: haz clic acá

También acá:



jueves, 28 de octubre de 2021

Primeros asombros



Uno de los grandes descubrimientos, que hice en la escuela, fue en la clase de ana­to­mía que tuvimos un día con un profesor. Nos mostró unas dia­positi­vas donde se exhibía el esqueleto humano. No sabía que dentro del cuerpo tuviéramos tantos huesos. Ver el esque­leto entero, la calavera con esos «ojos» enormes y esa «risa» des­mesu­rada, me deslumbró. No salía de mi asombro, y fue, al regreso, tema de conversación en mi casa. Me pa­reció algo tan extraordinario que se lo contaba a cada rato, a mi hermana y le mostraba mis manos para que viera dónde estaban los huesos.


Otro día, la primera vez que tuve clase de canto, viví una nue­va experiencia increíble: el piano. Nunca había visto ni oído un piano. 

Nos condujeron con el mayor orden, en formación estricta, al salón de música. Yo tenía muchos niños delante, me sentía pequeña entre todos ellos, no veía nada más que la nuca de los que me precedían. De pronto se oyeron los primeros acordes del piano. Quedé anonadada, está­tica, aler­ta los oídos a eso tan hermoso que por primera vez experimenta­ba: la música. El piano continuó exhalando su voz y los niños co­menzaron a cantar; no me dejaban oír esa música tan bella y que­ría ver de dónde salía. Como en sueños, fui abriéndome paso, hasta lle­gar al frente. Allí estaba aque­llo, vibrante y oscuro, que hacía latir con fuerza mi cora­zón. De pronto alguien, que nunca supe quién fue, me retiró con fuerza de una oreja y me volvió a mi lu­gar, diciéndo­me, con enojo, que no podía salir de mi sitio. No com­prendí por qué no me dejaban ver y oír, por qué tenían que gri­tar tanto todos, por en­cima de esa música hermosa que se oía.


A partir de ese día, esperaba ansiosa la clase de música. Cada día me gustaba más la escuela. Iba y volvía llena de entusiasmo y curiosidad. 

 

miércoles, 27 de octubre de 2021

El primer día en la escuela

 


Esta es una de las reminiscencias más vívidas. Ahora, en la distancia de los años, recuerdo lo que sucedió; cómo me sentí. Quizá por eso, comprendí luego, a mis hijos, cuando al dejarlos en la escuela, lloraban al separarse de mí. Por este motivo, traté siempre de acompañarlos en ese primer paso fuera de casa, que se repetía todos los años.

Aquel día fui con mi hermano. El estaba cursando segundo año, era todo un campeón. Iba solo a la escue­la, algunas veces, a ca­ballo. Ese día fuimos cami­nando, no nos acom­pañó ma­má. Todavía hoy, no comprendo por qué no fue; tal vez porque ella no concurrió nunca a la escuela y no vivió ese fatídico «pr­imer día de clase».

En los minutos previos a la entrada, me encontraba sola, parada ante la puerta de la Direc­ción. Mi hermano se había reunido con sus compañeros del año ante­rior y conversaba muy animado. Era muy chico para com­pren­der que yo me sentía perdida. Una maestra se acercó, cariño­sa, y me preguntó mi nombre. Me escuché respon­der con voz ronca, parecía de otra persona. Levantó mi cara hacia ella, empujándome el rostro con suavidad, desde el mentón. Comen­zó con ternura a decirme que sería mi maes­tra, que tenía una niñita como yo, que seríamos muy buenas ami­gas, que me gus­taría mu­cho ir a la escuela. De pronto no pude más y solté el llanto que tenía atravesado en la gargan­ta. Me abra­zó y apretó mi cara contra su falda. Sentí olor a comi­da, quizá ha­bía estado cocinando, o lo que fuera, el caso es que ese aroma me pare­ció muy familiar: olía como mi mamá, y por eso, más lloraba.

Traje­ron a mi hermano, que me re­zongaba di­ciéndome que era una boba, que no tenía que llorar. Me llevaron con otros niños a jugar al patio, junto con mi hermano. Me sentía tan pequeñita, cercada por niños que pare­cían muy altos y me miraban como cosa rara. En un momento en que el cerco se abrió un poco, em­prendí una deses­pe­rada carrera hacia el portón de salida, pero fui al­canzada en­seguida. En la desespera­ción por zafarme de las manos que me aprisionaban, y voces que llamaban a gritos a la maes­tra, la emprendí a puntapiés y manotazos a dies­tra y siniestra, lla­mando entre llantos desconso­la­dos a mi madre. Casi enseguida sonó el timbre de entrada y todos corrieron para hacer fila. Yo no sabía qué hacer. La maestra me condujo con sua­vidad y me co­locó en una de ellas. Me sentía abrumada entre el ruido de tantos niños que me rodeaban.

Ya en la clase, luego de es­piar en derredor, sin levantar la cabeza, otra vez, rompí en llanto, ahora, silencioso pero inconteni­ble. La maestra, dulce y paciente, me llevó con ella al frente de la clase.  Comenzó a mos­trarme una cantidad de gusa­nos de seda, que había en una planta de mora, que crecía en una maceta, al lado del es­critorio.

      En un mo­mento en que uno de los gusanos cayó de su hoja al piso, me dijo que lo levanta­ra. Yo había aprendido que "los gusanos no se tocan", entonces escondí mis ma­nos en la es­palda, y aunque ella insistió di­ciéndome que no me harían daño, que esos gusani­tos eran buenos, no pudo convencerme. 
No faltó algún come­dido que corriera a levantarlo.

Pasado ese pri­mer día, fui descu­briendo un mundo nue­vo, totalmente des­conocido, que despertó en mí la curiosidad y ganas de saber todo.


martes, 26 de octubre de 2021

La escuela

 


Llegué a la escuela. Una experiencia terrible. No obstante, a pesar de haber sido desagradable, no marcó en mí, el desprecio por el estudio; todo lo contrario. Pasado el primer momento de disgusto, este nuevo mundo al que había entrado comenzó a gustarme, y a despertar en mí el deseo de saber y entenderlo todo. Fue como abrir una ventana hacia un jardín que nunca había visto. Era tan fascinante, que la hora de clase se me pasaba muy rápido. Cuando llegaba el momento de irme, era la última en salir.

Me quedaba rezagada, para contemplar el salón vacío; el pizarrón a medio borrar, aún con las huellas de los últimos trabajos. Me retiraba despacio, saboreando el olor a lápices y a la madera del piso. En el aula, todavía flotaba el perfume de las flores de la maestra. Ella, desde la puerta, me instaba a salir ya.

Yo no hablaba con nadie. Nadie sabía lo que sentía. Esta era una experiencia tan interesante que entraba en mí por los ojos, los oídos, y mis poros. Ahora, en la distancia del tiempo, "me veo", mirando todo como queriendo grabar en la memoria cada detalle. Y creo que lo logré.


domingo, 24 de octubre de 2021

Cómo llegué a San Gregorio de Polanco

 

La historia comienza con un recuerdo vago y confuso. Una escena incompleta. Un jardín, un arbolito con flores. Lo veía muy cerca. Estaba en brazos de mi madrina, una anciana de cabellos muy blancos, que se encontraba de espaldas al arbolito. Recuerdo que no quería estar en sus brazos y lloraba. Con el correr de los años supe que esa imagen, confusa en mi recuerdo, era la despedida de la madrina, cuando mi familia se mudó a otro pueblo. 

Luego la memoria me devuelve otros recuerdos más nítidos.

Un día hermoso, muy luminoso. Me sentía cansada y no quería caminar. Pero no tenía otra opción, ya que mamá llevaba en brazos a mi hermana, bebé

Caminábamos cruzando campo, por un caminito muy estrecho. Llegamos a un alambrado, que separaba ese campo de un terreno en el que se encontraba mi padre. Venía al encuentro de la familia, sonriente y cariñoso. Esa imagen está muy clara y brillante en mi mente. El fulgor del día, la sonrisa de mi padre y el alivio por haber llegado. Me sentía muy cansada por el viaje y la caminata, que para mi corta edad (aún no tenía tres años) había sido mucha. Veníamos desde el sur. Viajamos muchas horas en tren, hasta la Estación Blanquillo. 


Luego, un viaje interminable en un ómnibus viejo, repleto de gente y bultos, por un camino terrible que hacía que el coche se moviera de forma insoportable. Mi cabeza daba vueltas, me sentía muy mal. Ya ni ganas de llorar tenía. Estaba muy incómoda, apretada entre mi hermano y mi madre que llevaba  en brazos a mi hermana.


Este camino terminaba casi dentro del agua. Ahí estaba el río Negro. Ese era el término del viaje. Pero, todavía había que cruzar. El ómnibus se deslizó sobre la balsa que nos transportaría hacia el otro lado, hacia San Gregorio de Polanco

Me sentía tan mal, que no tengo más recuerdos de ese momento, que un montón de gente al lado del ómnibus, sobre esa plataforma, y muchos bultos y valijas.


 De ahí en adelante, en una serie de imágenes bonitas y llenas de luz, como si siempre fuera primavera, surgen todos, o casi todos, mis primeros recuerdos. Se suceden en una serie hermosa, como en un álbum de fotografías tomadas en vacaciones.

Siempre la luz, el sol, la playa, el río. 

Ese río, que nunca más se borraría de mi mente, custodia todos los mejores momentos. Su recuerdo, en horas amargas y difíciles, es como un bálsamo que me ayuda y me da fuerzas para sobrellevar las cargas que la vida me ha deparado. Tiene en mi vida interior, una influencia mágica. En noches atormentadas de preocupaciones y desvelos, basta evocar momentos vividos a orillas del río, para que al instante, queden atrás los sinsabores de un día agitado. Al evocar la frescura de la brisa, el olor y el ruido del agua, el sueño reparador obra milagros en mi cuerpo cansado. En este pequeño pueblo, y a orillas de este río mágico, transcurrieron, quizás, los tres años más importantes de mi infancia.



 

viernes, 22 de octubre de 2021

Otoño

Estoy mirando la ciudad mojada a través de los cristales empañados de la ventanilla. El paisaje pasa ante mis ojos, raudo y policromado. Cae dorado el otoño en hojas temblorosas, que vacilantes e indecisas se acomodan, cubriendo las veredas y calles de la ciudad. Es una alfombra movediza que el viento reacomoda a cada instante. Mariposas doradas que planean zigzagueantes de la copa al suelo, en un continuo deshojar, y dejan al descubierto los desnudos brazos grises de los árboles. El otoño, en todo su despliegue de colores, tapiza las veredas de hojas que nadie observa y todos pisotean, indiferentes a la belleza, a la gracia de la última danza que nos brinda cada una al caer.

Estoy absorta ante el encanto sutil de la lluvia y maravillada por la belleza de los colores, grises y dorados, que nos regala este día mojado. La gente se apresura y frunce el ceño. Todos pasan ensimismados, ausentes, en medio de este mundo encantado, de temblorosos paraguas, pies mojados y caras frías. La lluvia le impone un carácter de prisa al movimiento de los transeúntes.

Me gusta la lluvia. Observar un paisaje mojado, tiene una gracia que muchas veces no apreciamos. Cuando era muy joven el otoño me daba pena, me inspiraba cierta angustia, porque era el preludio del invierno, de las noches frías, del viento, de los días sin sol, de quedarse adentro. El invierno era un poco como morir. Ahora, los años han pasado. El otoño me gusta y también el invierno.

La vida me ha enseñado a gozar de las cosas simples, a disfrutar de lo cotidiano, a descubrir lo bueno en todo y en cada lugar y momento. Todo tiene belleza, o el encanto de su fealdad.




miércoles, 20 de octubre de 2021

El abismo



Mientras me hundo en un abismo sin formas, sin sonido y ca­rente de toda sensación, no pienso. Mi mente se ha paralizado, mi pulso pa­rece no existir y sin embargo, muy despacio, el abi­smo informe empieza a to­mar presencia de alguna manera inexplicable. Una luz comienza a envolverlo todo, hasta que parece que mi cabeza estalla, llena, desde adentro, de una especie de rui­do a­tro­nador, de miles de voces que murmuran, hablan, gri­tan, claman al mismo tiem­po, en un verda­dero caos que no logro entender.

Cie­rro los ojos y trato de ordenar mis pensamientos, acallar todas las voces, aclarar los colores y formas indefi­nidas que pululan en el abis­mo. Por un momento, casi logro aquietar el ele­mento extraño que no aci­erto a definir. Como si fuera un gran globo de gelatina temblorosa, incolo­ra e informe, va copiando tonos y reflejos desde el mismo vacío. Pero al ins­tante, cuando trato de tomar con­ciencia de este raro es­tado, se sa­cude, se rompe el globo tembloroso y comienza otra vez la caída hacia un abi­smo insondable.

Luego de un rato, cansada de luchar, me dejo llevar, como una hoja liviana que desciende de la copa al suelo, en zigzag, y muestra siempre el mismo lado, mientras cae lento, sin dar la espalda y de cara al cielo. Aflojo los músculos tensos, res­piro con calma y me resigno al destino que el viento quiera darme.

Enton­ces, se hace el silencio, vuelve la luz y desaparece por arte de magia, el abismo. La vacuidad no existe. Regreso sin entender cómo, desde una profundidad casi imposible de imaginar. Como si una mano me sostuviera por la espalda, emerjo ilesa, increíblemente entera, luego de tan terrible experiencia. Estoy viva, consciente, respiro, todo lo que me rodea es real y no me amenaza. ¿Dónde quedó el miedo? ¿Dónde el ruido de miles de voces confusas? Luego, comprendo la importancia de nuestra dimensión.  No importa lo que hay más allá del abismo. Estoy acá. En mi tiempo, mi lugar y mi espacio.

 

lunes, 18 de octubre de 2021

La tapera.


 Mientras caminábamos en medio de un monte de molles y espinillos, aparecieron ante nuestros ojos, dos paraísos frondosos, en un claro limpio, donde asomaban apenas, algunas hileras de ladrillos y restos de lo que habría sido algún peldaño, o el umbral de una puerta. Entre los pastos altos, un cardo, recostado en una esquina formada por dos trozos de lo que algún día fue una pared.

Este rastro del pasado despertó en nosotros la curiosidad. No podía ser que sólo hubiera dos pequeños restos, de lo que suponíamos había sido una vivienda.

Continuamos, siempre alertas, esperando encontrar algo más; no debería morir de esa manera el pasado, sin dejar más rastro que unos pocos ladrillos.

Entonces, entre la espesura, apareció como un gran esqueleto silencioso y siniestro, una tapera. Seguramente, habría sido el casco de una gran casa de campo. Una amplia entrada se abría a nuestros ojos, flanqueada por dos columnas, sostenidas en el pie por una gran viga sólida, y a unos cuatro metros de altura, otra, horizontal y paralela a la del piso, formando en el aire un cuadrilátero desnudo.

Nos acercamos entusiasmados, como descubridores. Al aproximarnos, nos invadió una mezcla de admiración y respeto. Quizás, temor. Conservaba aún varias paredes medio derruidas, que, no obstante, dibujaban perfectamente los diferentes ambientes. Los trozos caídos, habían arrastrado consigo, partes del techo. Entre sus restos crecía la maleza, como queriendo esconder púdicamente tanta desnudez.

¿Cuál habría sido la razón de esa soledad? ¿Por qué quedaría abandonada esa casa que se adivinaba grande, próspera en otro tiempo?

Anduvimos varios minutos dando vueltas alrededor, sin atrevernos a pisar el interior, demarcado por esos armazones medio cubiertos por la maleza. Sentíamos que profanábamos la tranquilidad, el silencio, el reposo que allí había.

Era como estar ante una tumba. Por instinto bajábamos la voz. Luego, traspusimos la "puerta" y comenzamos a mirar con detenimiento las paredes, o lo que aún quedaba de ellas, donde todavía se podía ver restos de pintura descolorida.

Buscábamos algún rastro de los habitantes, algo personal, una huella o una marca en los muros, que significara, en cierta forma, una comunicación, un mensaje del pasado.

Cierto recogimiento nos embargaba, como si flotaran ante nosotros, los espíritus de los antiguos habitantes, entre las ruinas, para defender del tiempo, una historia de vida, de familia y trabajo. Guardarían para siempre, quizás algún secreto, que moriría con la tapera, solitaria, majestuosa y agresiva entre el follaje, resistiéndose al olvido.

domingo, 17 de octubre de 2021

Te he calcado

 


En la punta de mis dedos,

he calcado la forma de tus labios,

el tamaño de tus ojos,

cada surco de tu frente.

He calcado tu cara, tu pelo...

En la punta de mis dedos,

he guardado el calor de tu piel.

Mi sangre ya no olvida

cómo a tu lado latir.

Mis manos saben cómo vibras

y te elevas al contacto.

Mis besos, mis labios lo saben.

Mi piel y mi boca lo saben...

Con la punta de mis dedos

te he calcado para siempre

en el pensamiento.

Mis manos saben y conocen

tu emoción, mi sentimiento.

Ivalopano

viernes, 15 de octubre de 2021

Mirando nada.

 Con los ojos abiertos,

mirando nada...

Con los ojos cerrados, 

mirando adentro.

La brisa tiene palabras

que dicen tanto.

En el rumor del agua,

la esencia movediza

hace fluir mi alma

colmándola de luz.

La realidad, sin prisa,

más allá del sol,

dimensión sin tiempo

del ser eternamente leve,

me empuja hacia el abismo

insondable de mi mente

que piensa... y calla.

Ivalopano

jueves, 14 de octubre de 2021

Así de fugaz.

 

Algo tan hermoso

ha quedado atrapado

entre mis cuadernos,

convertido tan solo

en un montón de versos,

que en mi alma

son algo tan dulce,

tan frágil

como una gota de rocío;

así de fugaz,

así de brillante y luminoso

y así de frío.

Versos, sólo poemas,

algunas palabras

mensajeras de amor;

tan solo de mi amor;

suspiros en letras

que no dicen nada,

pero en mi alma

son algo tan dulce, 

tan frágil

como una gota de rocío;

así de fugaz,

así de brillante y luminoso

y así de frío...

Ivalopano

miércoles, 13 de octubre de 2021

Quién soy.



Soy un montón de sueños

e imágenes abstractas.

Soy muchas palabras confusas

que buscan dueño…

Y me las apropio,

hasta que nace un verso.

Soy el canto ancestral,

milenario,

que busca el Universo.

Soy el Infinito

"limitado" en mi existencia

 corpórea, insignificante.

Soy quién sabe

cuántas vidas maravillosas,

recurrentes,

de un espíritu inquieto

que ha vagado

eternamente,

por espacios siderales,

sólo para encontrarte…

Ivalopano

domingo, 10 de octubre de 2021

El mendigo.

 


El ómnibus corre ruidoso por caminos desparejos; a los saltos, como ignorando baches y desniveles del terreno, en su rutina diaria.

Volvemos cansados, somnolientos, a nuestros hogares.

Un hombre joven irrumpe de pronto. Nos sacude del letargo, con un pregón. Pide una ayuda, una moneda. Camina hacia el fondo por el pasillo. Entrega una esquela que dice: "Soy Gustavo. Estoy enfermo. Solo pido disculpas por molestarle para pedir una ayuda. No tengo trabajo y no quiero regresar a mi casa con las manos vacías. Cualquier moneda será una fortuna para mí. Gracias por su ayuda."

Lo leí varias veces y dudé. ¿Será cierto que está enfermo? ¿Y si mi ayuda se convierte en un vaso de vino o droga?

Lo miré de espaldas. Flaco, mal vestido. Lo miré de frente, mientras se acercaba para recoger su esquela o una moneda. Demacrado; las ropas viejas, grandes, descoloridas. Agradecía repetidas veces y se inclinaba con respeto ante quien ponía en su mano, una moneda.

Sin mirarlo a la cara, devolví la esquela con una moneda. Escuché su agradecimiento. Sentí mucha vergüenza. Cada vez que veo un mendigo me pasa lo mismo. 

¿Quién es el mendigo? ¿Qué siente al enfrentar a todas esas personas que lo ven venir y desvían la mirada, o a esos que como yo, dan una moneda, avergonzados por la pequeñez de la ayuda, sin mirarlo a los ojos?

Pienso en la gran soledad que ocasiona la misma sociedad en esas personas, que, como Gustavo, carecen de apoyo, o por ignorancia, viven en la miseria. 

Me da vergüenza la miseria. Me da vergüenza la mendicidad. Lo siento como un reproche, como si me reclamara una devolución, por haber tenido mejores oportunidades o por haberlas sabido aprovechar. 

Pero, al mismo tiempo, pienso que tener un trabajo y conservarlo, es fruto de mucho esfuerzo; del sacrificio de años, de la perseverancia en el estudio; en el cumplimiento de horarios rígidos y muchas horas por día, todos los días del año, durante muchos años. Para esto he postergado tantas cosas y dejado de lado unos cuantos sueños. 

Este hombre joven pide una moneda, no pide trabajo, no ofrece un servicio a cambio. 

Eso pienso. Y al mismo tiempo, siento que no es más que una excusa para tranquilizar mi conciencia, para tratar de aliviar la vergüenza que me causa este tipo de situaciones.

Me dirás: "vergüenza ¿por qué? No es tu responsabilidad."

¿No es mi responsabilidad? ¿No es responsabilidad de todos? ¿De la sociedad como tal?

No lo sé. Sólo sé que no puedo evitar sentir una gran vergüenza. 



Título destacado

¡Cuánto te extraño!

  Hola. Tengo tanto para contarte. Han pasado muchas cosas buenas , lindas, desde que te fuiste. Cada día y en cada momento intenso, te pien...

Entradas populares